En noviembre, y mientras mi compañera Ana Márquez hablaba de la muerte con el tiempo en brazos, y de las escasas glorias que somos capaces de acumular en 70 años, mi padre, de esa misma edad, moría haciendo que el día de difuntos fuera en mi caso más macabro que otros años. La pobre Ana ¡no te sientas culpable, haz el favor! - no tenía modo de saberlo, como tampoco puede saber que en estos momentos, con las cenizas de mi padre en una mano y el billete de avión en la otra, pienso que el futuro no deja más lugar para los muertos que la memoria, y un recuerdo sin lugar fijo porque, dada nuestra forma de entender la vida, seremos más polvo que el propio polvo y más aire que el aire mismo. Pienso ahora en la gente de las pateras, inmigrante 2015, ahogado. En los soldados americanos que mueren reventados a muchos miles de kilómetros de su casa. En los muertos del 11-M, expuestos para el reconocimiento en una capilla-hangar improvisada. En los militares del Yak- 42, identificados en autopsia rápida en función de una medalla o de un uniforme menos desgarrado. En toda esa gente mal identificada, mal enterrada, partida y repartida en pedazos por medio mundo. Y en nosotros, que vivimos bien y morimos mejor, con toda la química necesaria y una perilla para llamar a la enfermera cuando el dolor aprieta. Pero, ¿adónde vamos luego? No es extraño que hayamos pasado del enterramiento a la incineración porque ya no tenemos tierra en la que enterrar a tanto muerto, porque vivimos en el aire o colgados del aire desde que nacemos hasta que nos llega la hora más corta. Ya no existe una casona con jardín capaz de ligar la memoria de tres generaciones, o el piso en propiedad donde conviven los inquilinos del progreso con los fantasmas que destiló la historia. Como dice un buen amigo, paisaje y linaje raramente van unidos. Y quién piensa en invertir en panteones cuando ni siquiera hemos logrado pagar el primer ladrillo. Quién piensa en el viaje definitivo si nos hemos instalado en una mudanza permanente. Si vivimos en palomares. Si más arriba del octavo piso no tenemos cimientos ni tierra que nos reconozca. Si lo hemos vendido todo, si tenemos el corazón en renting. En el aire vivimos y al aire volveremos convertidos en cenizas, con la esperanza de que los nuestros nos integren a un paisaje que nos fue querido, a un paisaje que tal vez nos reconozca vestidos de gris ya para siempre. Morir es trasladarse a las afueras más lejanas, a orillas de una ronda exterior, a la urbanización intensiva de los que nunca abren la boca para decir, ¿Veis? Ese es mi hijo. En el mejor de los casos, los vivos nos visitarán con el pensamiento, sin lugar ni fecha fija. Los vivos. Si es que tienen tiempo. Si les deja la hipoteca. Si aún recuerdan sus referencias.