También alaban los de hoy las cosas de ayer, y los de acá las de allende. Todo lo pasado parece mejor, y todo lo distante es más estimado, dice Baltasar Gracián en el aforismo 209 de esa obra prodigiosa titulada Oráculo manual y arte de prudencia.
Así, a veces, nos parece que en otra ciudad - ¿ más cosmopolita, más recoleta? - la vida nos sería más propicia; que con otro hombre u otra mujer, apenas entrevistos en un bar mientras tomamos un café, nuestro erotismo se desbordaría; que dentro del libro intonso, recién comprado por muy recomendado, se encuentra la sabiduría definitiva; que, en fin, bajo las palmeras de la playa caribeña que vemos en una fotografía, alcanzaríamos, más allá de los tópicos y de los trópicos, la felicidad verdadera.
Y este estúpido juego de apariencias ( de reminiscencias platonizantes) nos hace caminar como fantasmas por la ciudad propia, olvidar el color de los ojos de quien amamos, leer como si corriéramos una prueba de cien metros y, por fin, confiar más en un fotolito que en el paisaje y el paisanaje que tenemos por delante.
Nada de todo esto ocurriría si, en nuestra infancia, no nos hubieran hablado ( en clave civil o religiosa ) del Paraíso y de la Tierra Prometida , si no hubiéramos escuchado hasta el aburrimiento todos los lugares comunes de esa mitología que diluye siempre el presente vivo en un pasado mítico o en un futuro mitificado y la aventura de cada uno y de cada una entre el supuesto origen y el destino irremediable de un pueblo o de una charca.
Pero como ya es tarde para desprendernos de tanta morralla ( que sabemos que es, por otro lado, malgré-nous!, una de las condiciones de nuestra socialidad ) ¿ no podríamos, al menos, aprovecharnos de ella para ver las otras ciudades ocultas en nuestra ciudad cotidiana?, ¿ para intentar adivinar un incipiente beso en la persona amada? , ¿ para volver a leer despacio aquel libro que tanto nos gustó, o para, por fin, descubrir una vereda nueva en ese parque por el que pasamos todas las mañanas?
Si lo llegáramos a hacer, nos reconoceríamos, sin duda, como partícipes en la fundación de nuestra propia sabiduría, de nuestro propio amor, de nuestra propia ciudad... Ab urbe condita...