No recordamos cómo nacemos. Ese tránsito de la vida acuática a la aerobia, a medio camino entre los anfibios y los mamíferos. Existíamos antes de nacer, existimos después y, sin embargo, no recordamos nada.
Tampoco las ciudades pareceen recordar su propio alumbramiento. No nacen como nace el hombre. Entre sangre y llanto. Nacen de la leyenda, del mito, de un cruce de caminos o de ríos.
¿Cómo nació Praga? Tal vez así:
Todos sobre la roca de Vysehrad miraron a la joven princesa, de pie enfrente de ellos. Las mejillas se le iluminaron con un repentino resplandor. Un miedo sagrado agitó al séquito y se apoderó de sus corazones. Libuse, en éxtasis, elevó las manos hacia las colinas azuladas al otro lado del río y mirando hacia los bosques proclamó: veo ante mí una gran ciudad, cuya fama alcanzará las estrellas. Allá en el bosque hay un lugar, a varias leguas, donde el Vltava se retuerce, entre el arroyo Brusnice y la montaña rocosa cercana al bosque Strahov. Allá encontraréis a un hombre que construye el umbral de una casa (prah, en checo). Al castillo que construiréis allí lo llamaréis Praga (Praha). Y así como los voivodas se inclinan ante el umbral de mi puerta, se inclinarán también ante mi ciudad. Rendidle honor y alabanzas y será ilustre en el mundo entero.*
Praga en cualquier caso no recuerda cómo fue.Y no parece que le importe. Le importa más el ritmo vital de su existencia. El ciclo fecundo de sus estaciones. Ahora es ella quien alumbra constantemente: carreteras, edificios, gatos, ratones, niños. Ninguno de ellos pidió nacer y ninguno se acuerda de cuándo ocurrió.
¿Será que después de todo no es tan importante?
*Alois Jirásek, Viejas leyendas checas