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Qué no daría yo por poder sustraerme a la angustia de las aceras. Le miré un segundo... Su cuerpo le bastaba para medir el frío de las baldosas. Aún así pude haber pasado al remolque de la indiferencia que asfixiaba el gris gabardina sucia del asfalto y ese otro gris, menos palmario, de las sonrisas viandantes espoleadas por el solsticio. Pero la curiosidad, que se pretendía inercia, me llevó de la mano a su mirada. Comprendí, entonces, cuán bulliciosa puede ser la soledad. Unos ojos sin azogue recogían desde el suelo el Adviento feliz que afligía a los otros. Unos ojos apagados por un río artificial de luces callejeras que se le repetían fatigosamente por los iris nublados de alcohol y dióxidos.
Diciembre pesa como un mundo de abetos masacrados cuando embadurna la mirada de aquellos a quienes Saturno no invitó a su fiesta solar. El invierno se inaugura con una exhortación a renegar de cualquier romanticismo. Los últimos serán los últimos.
Qué no daría yo por disponer del celofán suficiente para empapelarme los ojos. Para sustraerme a la angustia de las redenciones que nunca se detienen en las aceras.
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Ilustración: Ana Márquez
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