Si echo por un instante la vista atrás me doy cuenta de que la mayor parte de las referencias que se han hecho en esta sección se deben a Woody Allen. Y es que cada año el director neoyorquino nos sorprende con otro proyecto en el que nos atrapa, nos seduce y nos devuelve el amor por el cine.
Dije hace tiempo que hay quienes creen que uno sólo puede ver buen cine si recurre a películas asiáticas, europeas o sudamericanas. En América parece que los directores han perdido el rumbo a favor del mercado, y que sólo unos pocos (ya hablamos de ellos: Eastwood, Allen, Coppola, Hogan, Nolan, Mendes, y a veces Spielberg) son capaces de hacernos soñar y no añorar a clásicos como Ford, Hitchcock, Hawks o Capra.
Melinda y Melinda es el ejemplo de que una película puede atraparte y sorprender en solo unos minutos de proyección. Allen da una vuelta de tuerca más sobre los temas de siempre para demostrar que sigue siendo ante todo un gran guionista. Así, a partir de una misma protagonista los acontecimientos se van desarrollando hacia la tragedia o hacia la comedia. El planteamiento es básico y genial: todo depende del cristal con que miremos las cosas, de las opciones a las que nos agarremos para subsistir o para avanzar en este azaroso mundo. Y por ello, la protagonista (una Melinda doble con el rostro de una sorprendente y hasta ahora desconocida Radha Mitchell), se transforma a fuerza de gestos, de silencios, de miradas en las dos caras de una misma moneda, dos formas de entender la vida y de plasmar los acontecimientos que de ella se derivan.
Y es que el cine de Woody Allen también se ha debatido entre lo trágico y lo cómico. Pero parecía que en los últimos años había optado por sutiles dosis de humor (Misterioso asesinato en Manhattan, Poderosa Afrodita, Todos dicen I love you, Desmontado a Harry, Granujas de medio pelo o La maldición del escorpión de jade), frente a aquéllas como Septiembre, Alice, Acordes y desacuerdos o Celebrity en las que predominaba el impulso melodramático.
La Melinda trágica es depresiva, obsesiva, necesario centro de atención de los personajes y de sus amigos que observan su ir y venir sin entender muy bien el motivo de sus quejas (la mayor parte de ellas fruto de su predisposición a que las cosas salgan mal); la Melinda cómica es luminosa, pero a la vez tangencial, es decir, es sólo un elemento más de ese conjunto de personajes vitales que caracterizan las películas del director. Y aquí es su nuevo alter ego, (un Will Ferrel que siempre había ejecutado papeles absurdos y que es capaz ahora de transformarse en el centro de la vis cómica), el núcleo por el que pasan todos los gags, algunos de ellos dignos del mejor Woody Allen. Muchos echarán de menos la ausencia de éste, al igual que nos pasó cuando Kennet Branagh hacía de él en Celebrity o Jason Biggs lo emulaba en Todo lo demás. Pero Allen ha decidido dejar a un lado su propio personaje para volcarse con fuerza en el resto, en especial en las mujeres, como ya hizo en Hannah y sus hermanas.
Los personajes hablan, viven, aman, mienten para conseguir que las cosas salgan como quieren y sólo al final comprueban que también el azar forma parte de sus vidas. Allen parece moverse últimamente más cómodo en la comedia, es cierto, pero la unión de todos elementos logra que nos encontremos con otra de esas películas corales llenas de matices, de aciertos y descubrimientos con el rostro de actores jóvenes a los que en el futuro veremos triunfar y de los que Woody Allen es capaz de sacar lo mejor de sí mismos.