ISSN 1578-8644 | nº 42 - Septiembre 2003 | Contacto | Ultimo Luke
La quinta columna
"Fantástico mundo éste, señores"
luis arturo hernández

Reseña de "Layla y el amante soñado", de Carlos Pérez Uralde. Ed. Papeles de Zabalanda, Vitoria-Gasteiz

La irrupción de lo extraordinario -lo extraño, lo sorpresivo, lo “raro”- en la vida cotidiana, esa presencia de lo fantástico instalándose en la realidad más verosímil, ha dado en la literatura contemporánea fruto en la categoría artística de lo insólito. En esa fecunda corriente del realismo fantástico se inscribe -y escribe- Layla y el amante soñado, colección de relatos del escritor y periodista Carlos Pérez Uralde.

Efectivamente, se trata de relatos góticos -de fantasma- poblados por intangibles amantes de ultratumba y pacientes sombras con querencia por la vida terrena y en los que no son extrañas las esporádicas y repugnantes visiones de insectos propias de cuentos de terror, en un mundo doméstico de apacibles matrimonios sin pasión, de “tediosas y rutinarias”soledades emparejadas por un compromiso entre mujeres insatisfechas e indolentes varones entregados a una única obsesión de por vida que alimenta la dipsomanía -entre el delirio de la pasión secreta y el delirium tremens-, de jóvenes pusilánimes e incapaces, incluso, de inclinarse al Mal si no es mediante un empujón que los precipite en una espiral de iniquidad proyectada al infinito. Así, la galería de tipos -con mucho carácter, eso sí-, hombres sin escrúpulos y canallas redomados, cuyo sueño es la perversidad desde la legalidad -Lección de cirugía-, y de una falta de sentimiento que rebasa lo patológico -Morrison vende a su madre-, unos profesionales del crimen cuya crueldad roza lo grotesco -el serial killer de la excesiva Biografía de Ernest Killerman, asesino en serie propio de un serial gore o folletín de pulp fiction digno de figurar por su atrocidad en la Historia Universal de la Infamia y a cuyas sucesivas matanzas, narradas por una voz clasista, sexista y tan políticamente incorrecta como el personaje, pondrán fin los “dioses” paganos, pues no hay Dios que pudiera tolerar más-, seres depravados que, a pesar de todo, se pueden permitir un gesto de ternura -El gigante y el mago, relato de serie negra que tira por tierra el ilusionismo de los cuentos de hadas o de lo real maravilloso-.

Si bien es verdad que las coordenadas espaciales y temporales se presentan con una minuciosa precisión, tanto en su ubicación geográfica cosmopolita –“el mundo es ancho y ajeno”, no se olvide-, como en la puntualísima datación cronológica, no es menos cierto que se produce a partir de un momento dado una alteración de las dimensiones del mundo narrado que lleva a situar a los personajes en improbables países sometidos a leyes arbitrarias y costumbres bárbaras -la idea de Estado, por (su) excelencia, no sin carga satírica hacia las fuerzas vivas, como La hoguera, El traje o Parte de guerra-, o a hacerlos transitar por el túnel del tiempo, en busca del tiempo perdido -como en Perdiendo el tiempo, de gran“fluidez”narrativa, o en Un hombre en la playa-, en una distorsión del espacio-tiempo que se hace extensiva a los personajes por exceso y por defecto: mediante la multiplicación o clonación de los mismos -del desdoblamiento de La dama doble a la docena de alter egos de un Cadáver sin sombra o la personalidad múltiple del kafkiano juez de El proceso- o gracias a la mutilación -el brazo izquierdo de “un tal Lucas”, una división o resta, ya que entramos en operaciones- o la pérdida -del habla en La voz a ti debida a los sentidos en El hombre sin sentido, tras pasar revista al desfile de mutilados de El brazo de Lucas Romero-; o dando rienda suelta a una fantasía desatada de híbridos en el catálogo grotesco y manual de teratología de Gracias a la tía Marga, amplio museo provincial de los horrores, en virtud de las peculiares reglas de su fantasía.

Porque, de hecho, la imaginación responde en Layla y el amante soñado a unas leyes cuya observancia se comprueba, sin ir más lejos, en la reiteración de un tipo de desenlace simétrico, recíproco y reversible -como en La tragedia de Guillermo Lombardo, La voz a ti debida o el que da título al libro-, que conforma un mundo narrativo hecho de piezas sueltas, aparentes compartimentos estancos que se van ensartando como las cuentas -o cuentos- de un collar en busca de Un guante para elegir collar, mediante el engarce del eco de los nombres propios u otros motivos recurrentes como vasos -comunicantes- de leche, copas -no menos comunicativas- de brandy, las re/des/apariciones o la invisibilidad de Laura o de ese teniente Sapo.

Y todo ello narrado con un tono escéptico y descreído -la fina socarronería hacia Dios destaca en el ejercicio de humor negro de Segunda representación-, que va de la ironía sobre los fantasmas -descritos con mucha sombra- o el puro sarcasmo a la comicidad -el disparate del “movimiento perpetuo” del Vuelo nocturno llevado a sus últimas consecuencias-, o el absurdo kafkiano -los mutantes de La tragedia...-, y que se manifiesta en el uso del lenguaje desde el doble sentido, con guiño burlón, de citas literarias -”La voz a ti debida” o “Vuelo nocturno”- a frases hechas -nunca mejor dichas- que incardinan la anécdota narrativa -ahogarse en un vaso de agua o perder el tiempo-, con un estilo hiperbólico, lo mismo en la adjetivación -en la que hay resonancias del realismo mágico- que en profusas enumeraciones hilarantes -y un caso particular es la perífrasis cultista y atildada que busca el regodeo verbal-, y ello desde una tercera persona omnisciente -y distante- que sólo accede a la forma autobiográfica en tan contadas como brillantes ocasiones -Un guante..., La voz ..., o el desasosegante relato que cierra el libro, Un hombre en la playa, por ejemplo-.

Lástima, no obstante, que en un tan desenfadado calidoscopio de impresionantes crímenes horrendos los descuidos de tipografía de la edición -no es crimen menor- ofrezcan una mala impresión, afeen la obra y los dedos se nos hagan huéspedes en “el guante de elegir el collar”al escoger entre las perlas y los abalorios de Layla...