James Stewart observaba a través del objetivo de su cámara los interiores que el verano había despachado hacia la desprotección de las aceras. El verano. Con su vocación pornográfica, ese voyeur impúdico de las azoteas vuelve las casas del revés como un calcetín, para que los mirones de a pie o los de silla de ruedas y escayola se entreguen sin barreras a sus deleites.
Siempre fue así. Lo cotidiano elevado a la categoría de rito. Los vecinos, un ejército transpirante en camiseta interior, asaltaban las calles en las noches de verano y dejaban abiertas las heridas de sus hogares para que el olor de sus vidas, mezclado con el olor de las vidas ajenas, ofrecieran un incienso de frituras y aerosoles insecticidas a cualquier dios olvidado.
Pero James Stewart buscaba despojos humanos entre las flores. Yo buscaba entre la sordidez de lo anodino la terquedad suficiente para escapar al agobio de las ventanas indiscretas y sus cristales inquisitivos.
Y lo conseguí siempre. A fuerza de fantasía y versos. Aunque nunca contara con los perfectos ademanes de una princesa monegasca para apuntalarme las fuerzas.