No sabemos muy bien de qué es precipitado eso que llamamos intuición. Tan sólo sabemos que hay, de pronto, verdades que se manifiestan con una contundencia - ¿ será ésta la palabra adecuada ? - que hace vibrar todo nuestro cuerpo. Se constituyen así en un a modo de verdades vivientes que acaparan, durante unos segundos, toda nuestra atención y no sólo la de nuestra mente. No son exactamente verdades claras y distintas como las que quería Descartes, pero tampoco tenemos muchas dudas acerca de ellas: emergen como una concordancia fisicoquímica ajena a la voluntad y al pensamiento discursivo. Parece como si, por un momento, comprendiéramos algo a lo que le llevamos dando vueltas un buen rato, unas horas, unos días o , incluso, unos cuantos años. ¿Será todo esto el fruto de una deriva lógica turbo-inconsciente ?
Lo más sorprendente es que estas verdades brotan a partir de detalles ocasionales y huidizos: una mirada de la persona amada, el gesto de un amigo, un lapsus lingüístico de un colega, la frase leída en aquel libro, una ola chocando contra las rocas, la música de un viejo disco de vinilo... Vienen a ser, en este sentido, algo así como haikus corporales: los cuerpos captan repentinamente la totalidad de algo, una totalidad que luego también se evapora muy rápidamente, dejando el recuerdo de una leve estela mental.
No sabemos, en fin, de dónde vienen y a dónde van estas nuestras intuiciones, pero sí sabemos que constituyen , para nosotros, una forma de conocimiento. Una forma de conocimiento sobre la que no se pueden decir precisamente muchas cosas.