Una de las primeras imágenes, o quizás una de las últimas, es una secuencia de la película de
Peter Greenaway,
The Pillow Book. Alguien se dedica a escribir con una estilizada caligrafía japonesa en el cuerpo claro y virgen de una joven. Cualquier pulsión sexual está ausente de la escena. El espectador no ve la cara de la muchacha ni ve tampoco al calígrafo. Solo se le permite contemplar cómo el cuerpo de la joven va adquiriendo otra vida, aquella que las letras van imprimiendo en ella conforme la mano y la pluma se deslizan por el cuerpo. De la escritura sobre el cuerpo se pasa a la narración mediante imágenes que es el cine, aunque Greenaway no deje de recordarnos cada cierto tiempo el carácter escrito literario de su empresa artística. En cierto modo alcanza en esta extraña película uno de los momentos más arriesgados de toda su filmografía. A partir de ella, Greenaway rompe cualquier tipo de puentes con lo que podría ser una narración más o menos tradicional para adentrarse por unos caminos difíciles de transitar, y de ahí que apenas filme nuevas películas.
En toda su obra late la obsesión por el cuerpo humano y por su transformación, sobre todo por la mutación que el tiempo imprime en la carne, su degeneración así como su putrefacción. En Greenaway el tiempo no es estático, el tiempo se siente en sus efectos, en el declive de la naturaleza, en la obsesiva presencia de la muerte a la cual se llega no de repente sino tras un proceso de degradación; se recrea en él, al igual que se detiene con su cámara para mostrarnos las similitudes del cuerpo humano con el del animal, y en ningún lugar es más explícito que en las muchas secuencias de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (1989).
La primera secuencia citada me trae a la mente dos libros: el primero es Escrito sobre un cuerpo (1969) de Severo Sarduy, un libro de ensayos que habla del erotismo, de la poesía y del lenguaje barroco. Pero habla también del travestismo y del tatuaje, de las zonas porosas en que escritura y cuerpo se encuentran. Sarduy fue capaz de ver, antes que muchos, que el tatuaje era una forma de escribir la propia autobiografía conforme se iba haciendo la vida en nosotros y, por lo mismo, conforme nos iban escribiendo nuestras acciones en la sala del tatuador, lugar, por cierto, muy diferente al estudio de cualquier escritor y mucho más cercano a la sala de operaciones de cualquier cirujano. El otro libro es Elogio del calígrafo (2002) de José Ángel Valente, colección de ensayos publicada póstumamente y en la que reflexiona sobre el arte contemporáneo a través de figuras como Antonio Saura, Pau Rebeyrolle o José Manuel Broto. No son los únicos, temas como el Mediterráneo, la importancia de la luz o de la transparencia en la obra de arte, también ocupan un espacio central en el libro. Acaso el ensayo más significativo sea el que da título al libro. Escribir es trazar signos de manera grácil, signos en los que la sutileza del aire impregnen el significado. Acaso por eso mismo, Valente equipare escritura y pintura como dos formas de representar mediante el trazado de líneas que forman un conjunto con sentido.
Es importante, sin embargo, preguntarse por la posibilidad de trazar esa caligrafía sutil en el cuerpo, por el significado que tiene el tatuaje en el cuerpo, y con el tatuaje otras formas distintas de modelado como son el anillado de algunas otras partes o el trazado de cicatrices por el cuerpo, prácticas muy alejadas de esa caligrafía incorpórea y cercanas al sadomasoquismo. ¿Por qué nos empeñamos en modelar nuestro cuerpo?, ¿por qué nos atrae la posibilidad de ir escribiendo en él una vida cuyo verdadero origen está en nuestro deseo y no en la realidad?