La igualdad, principio histórico de la democracia, ha sido proscrita del pensamiento político durante la hegemonía neoliberal.
¿No se habían amparado en ella las dictaduras de inspiración comunista? Fuertemente jerarquizada, la dictadura estalinista no era igualitaria, sino uniforme. La idea fundamental del comunismo primitivo, previo al marxismo, era el "todo común", expresión extrema de la fraternidad propia de sectas grecolatinas como la pitagórica, de las corporaciones medievales, de las órdenes monásticas cristianas o, en tiempos recientes, de los idearios nacionalistas. El marxismo, al dotar al comunismo de aspiraciones políticas, convirtió el principio subsidiario de la fraternidad, necesario para compactar pequeños grupos y cuyo origen se halla de modo evidente en las relaciones familiares, en un principio ordenador del estado. Aunque parece un principio benigno, niega la categoría de adversario y, por tanto, ahoga la pluralidad política y social y el conflicto.
Del mismo modo que no puede defenderse una libertad entendida como la capacidad de asesinar a otros o de someterlos, falta por asimilar la idea de una igualdad incompatible con la uniformidad.
Para el pensamiento liberal, la igualdad sería necesaria en la medida en que contribuye a hacer posible la libertad. Sin unas relaciones igualitarias, no se puede hablar propiamente de libertad en un contexto social, sino de arbitrariedad: si las leyes privilegian a un grupo, si el estatus social determina unas aspiraciones y derechos, si las diferencias de renta se traducen en preeminencia de unos sobre otros, la libertad se convierte en arbitrariedad, patrimonio de unos pocos capaces de decidir sobre los demás, de arbitrar las relaciones sociales. Éste es el proceso que actualmente, por ejemplo, se da en las relaciones entre la sociedad democrática y las corporaciones capitalistas, capaces de condicionar las decisiones de los representantes políticos de aquélla, o en el seno de las propias corporaciones, cuyos gestores arbitran las relaciones laborales, sin más contrapeso que, en ocasiones, unos debilitados sindicatos generalistas, en vías de convertirse en sindicatos subalternos, gremiales, corporativos o de empresa. Para el liberalismo, la igualdad sería pues necesaria, pero subsidiaria; necesaria al solo efecto de permitir unas relaciones en libertad.
Pero carece de sentido otorgar al liberalismo ninguna autoridad sobre el concepto de igualdad. Locke, patriarca del liberalismo, no incluye la igualdad entre los principios fundamentales (vida, libertad, propiedad), como tampoco incluye ningún derecho político compartido, ni siquiera el derecho al voto, que él, abogado de la monarquía parlamentaria, limitaba a los propietarios de sexo varón. El reconocimiento de los derechos políticos fue implantándose posteriormente, con el advenimiento del pensamiento democrático, del mismo modo que el de los derechos sociales sólo aconteció tras la irrupción del ideario socialista. Es de este modo como la formación del contemporáneo "estado social y democrático de derecho", socavado por el neoliberalismo y el corporativismo, puede verse como una creación conjunta del liberalismo y del socialismo con la centralidad de los valores y del proceso democráticos.
¿Cómo pensar la igualdad, el escurridizo concepto de igualdad? Resulta sencillo decir qué no es. Una sociedad igualitaria no es una sociedad uniforme ni una sociedad basada en una jerarquía natural: una sociedad de castas, una teocracia, una comunidad corporativa en la que cada miembro cumple una función determinada. Pero ¿qué es entonces la igualdad?
Incluso en el concepto liberal de igualdad, aunque subsidiario, se encuentra ya la característica fundamental de ésta. Si la libertad es imaginativa y fantasiosa, la igualdad fuerza a pensar en el otro. La igualdad introduce en el pensamiento al otro, al amigo, al compañero, también al subalterno, al superior... y al adversario. La igualdad precisa de al menos dos términos susceptibles de ser comparados. La igualdad obliga a pensar en términos de relación, en términos de comunidad humana. Se equivoca, pues, el liberalismo, la igualdad no es un principio subsidiario.
La igualdad es el principio fundamental de la sociabilidad. Sin el reconocimiento de la igualdad no sólo es imposible la libertad, sino que también es imposible la sociabilidad democrática.
Bendita y pisoteada igualdad. No sólo favorece a los débiles y a los marginados para que se integren, vivan con dignidad y prosperen, sino que también pone a prueba la sabiduría, la templanza, la firmeza y la generosidad que caracterizan a los verdaderamente fuertes.