ISSN 1578-8644 | nº 42 - Septiembre 2003 | Contacto | Ultimo Luke
Bestiario
josé morella

Pensar en Amélie Nothomb es pensar en Japón. Sin embargo nos atrevemos a decir que todo aquello que tiene que ver con Japón no es en absoluto lo mejor que esta escritora puede ofrecernos. Su estilo es arrollador. Tiene un talento indiscutible para pegar al lector a las páginas hasta el final de sus siempre lacónicas novelas. Podría convertirse, con menos prisas y si fuera menos prolífica, en un clásico. Tiene la capacidad para ello, pero no le va a resultar fácil conseguirlo. Una de las trabas que se lo impide es su propia biografía. Es una de esas escritoras que, en varias de sus novelas –en las de más éxito– se ha plegado a la moda posmoderna de la confusión entre autor y personaje. Es decir, muchas de sus novelas son autobiográficas. Su biografía está determinada por los viajes, ya que su padre era diplomático y ella nació en Japón. Dicho país es su idea-fuerza, su obsesión. Sus novelas Estupor y temblores y Metafísica de los tubos recrean exactamente, sin cambiar más que los nombres propios de sus personajes (según ha dicho ella misma) las experiencias que tuvo como niña y como adulta en Japón, tal y como ella las recuerda. Lo que se supone que alguien como Nothomb debería hacer es acercarnos al otro, es decir, a la cultura japonesa; pero la sensación que uno tiene después de leer es precisamente la contraria, la de que Japón es una cripta indescifrable para los occidentales, que jamás va a poder ser comprendida. Lo que Nothomb hace es marcar la extrañeza, enterrar al otro todavía más en la oscuridad. Si el otro es nuestro fantasma, aquí queda confinado para siempre en su Transilvania terrible. Es fijado como “lo incomprensible”. En Metafísica de los tubos sólo un personaje malvado y perverso, una de las dos ayas japonesas de la pequeña Amélie, mantiene un discurso crítico hacia occidente. Su otra aya es un ángel de bondad, una sierva sin igual y sin opinión. Sin embargo, las bombas atómicas (e innecesarias) de agosto de 1945 las lanzaron occidentales, y este es un hecho conflictivo. Parece que Nothomb es incapaz de lidiar con lo conflictivo. El conflicto cultural la horroriza. Para ella, en Japón sólo hay blanco o negro, nunca gris: o bien la empresa de jerarquía marcial, inhumana, constituida por seres que sólo conocen la flagelación colectiva, o bien los graciosos y perfectos jardines japoneses de su infancia, la inconmensurable y estéticamente perfecta suavidad del paisaje, los olores, las comidas de su infancia, donde vivía rodeada de placeres, donde era un dios-niño al que se le adoraba. Su aya buena, por ejemplo, era capaz de adorarla sin fisuras. La figura, es difícil negarlo, se parece mucho al fantaseo del conquistador español o portugués que, rodeado de indios, imagina que es interpretado por estos como un signo divino, o como concreción de alguna profecía antigua. De ese modo, el colonizador es Dios o su profeta. En Estupor y temblores se cuenta la experiencia ruinosa de una occidental que entra a trabajar en una multinacional japonesa. Todos los que trabajan allí son una especie de monstruos sin sensibilidad que se ocupan de denigrarla y de recordarle que es una exteranjera inútil. Sólo hay dos japoneses elegantes, no animalizados: su superiora directa en la jerarquía de la empresa y el gran jefe, el director de la multinacional. Pero, de los dos, sólo este último no es un ser frío y cruel. Es decir, que para Nothomb sólo el ser superior, rico, hombre y culto es capaz de salvarse de ese mundo monstruoso en el que vive, donde todos son como animales. El líder es más europeo, más distinguido. Se trata de una típica estrategia de colonizador y de un típico pensamiento arrogante europeo: en lugar de pensar que el capitalismo occidental ha invadido y desnaturalizado a la cultura nipona, piensa que la cultura nipona es racista e injusta, sin darse cuenta de que la empresa es devoradora en todo el mundo: por ejemplo, los europeos y los americanos hacen negocio con el trabajo infantil en India o en Brasil (eso sí, la basura fuera de casa). Quizá de ahí el éxito de esas novelas autobiográficas, porque nos encanta que nos tranquilicen, que nos convenzan de que los otros son muy raros; nosotros somos los normales. Sin embargo, cuando Nothomb se olvida de sí misma y cuenta historias ficticias nos ofrece textos mucho más sugerentes, aunque menos comerciales, y que le hubieran dado un éxito más lento, menos mediático, pero quizá mejor. A nosotros nos gusta especialmente Las Catilinarias, novela kafkiana pero sorprendente; cuenta la historia de un viejo profesor de latín y su esposa que, al jubilarse, van a vivir sus últimos años de vida al campo, a un lugar idílico en el que sólo tienen cerca a una pareja de vecinos. Estos vecinos resultan ser dos engendros terribles que simbolizan los fantasmas personales de la pareja de ancianos. Los diferentes problemas que los vecinos les van causando empiezan cuando el hombre les visita cada día a la misma hora y permanece en silencio durante toda la visita, sin que los ancianos sepan cómo reaccionar. Poco a poco la bola de nieve va creciendo y a medida que los inverosímiles vecinos les atosigan, los ancianos muestran aquello que son verdaderamente y que han ido escondiendo durante toda la vida bajo el disfraz de la educación, la elegancia y el saber estar del mundo pequeñoburgués. Cuando finalmente se ven obligados a mirar bajo la alfombra de sus propias almas, resulta que está llena de porquería. Quién no tiene miedo de llegar así al final de sus días. Justamente en el periodo de la jubilación, cuando se libran de las obligaciones burguesas y se marchan a una especie de exilio geriátrico autoimpuesto en el campo, de su propia mente reaparecen los temas no resueltos, y entran por donde se entra, por la puerta de la casa, con los vecinos de al lado. Les recomendamos vivamente a esta Nothomb, que se preocupa de profundizar en los problemas propios de nuestra cultura en lugar de enredarse con las otras para acabar poniéndolas a parir.