Al otoño se le desencuadernan los árboles. Este deterioro amarillo es propicio, como todos sabemos, para aprehender algunas nostalgias, cubiertas de estrés, desidia o arena el resto del año. El viento, más brioso ahora, pero ya sin fiebre, me martiriza las ventanas con el run run de un detector de mentiras. Pensaba yo que al viento hay que decirle siempre la verdad, porque es en el otoño la boca sin dientes ni hojas que lo escupe- cuando realmente comienza todo. Hay que respetar los inicios, como hay que temer algunos finales.
Para Juan Ramón Jiménez el otoño era un perro atado que aullaba triste y solo hacia el poniente. Quizás los finales fueron concebidos para ser más aullados que temidos. Es comprensible. Son muchos los perros que nos acechan antes de que amanezca el brillo falso del solsticio con su halo de calidez e hipocresía bien envueltas para regalo. El dolor tiene ojos de perro famélico. Esos ojos ignorados cuando se asoman a nuestra cómodo letargo de salón, cojines y mesas camillas. Los otros perros de la guerra... Las pupilas apagadas o heridas por injusticias de nuevo cuño y otras ancestrales que nacieron y morirán con el hombre, en el caldo espeso de su indiferencia. Es bien sabido que no es práctico dar pan a perro ajeno.
El perro atado aúlla en las soledades y la voz del que ladra en el desierto ya no nos conduce a ninguna redención ni nos allana el camino al invierno. El otoño aúlla mientras se le desencuadernan los días y Dios no está para nadie. Ni siquiera en la última playa.