En Fahrenheit 451, Ray Bradbury dibujó un oscuro futuro regido por unos autoproclamados "guardianes de la felicidad", que no serían otros que los integrantes de unas singulares compañías de bomberos dedicados a la quema de libros. Este apocalipsis literario no tiene, sin embargo, nada de profético ni de original. La Historia se encuentra salpicada de funestos episodios protagonizados por guardianes" de toda clase de esencias que, en nombre de esto o de aquello, unas veces han chamuscado en la hoguera bibliotecas enteras y otras la carne y la piel del prójimo. "El fuego -como dice el Jefe de bomberos de Fahrenheit 451- es brillante y limpio". Lo mismo purifica herejes, que judíos, que libros.
Pero dejando a un lado este cruce metafórico entre ciencia-ficción y pasadas ignominias históricas, la actual profecía del final de los libros se presenta con una faz tecnológica que resulta mucho más aséptica o, si se quiere, más amable, aunque, para qué engañarse, es probable que también más definitiva. Los futurólogos; esos augures que adelantan el porvenir a base de equivocarse en el 90% de sus augurios- pronostican que el final del libro se encuentra próximo y que su verdugo no será el fuego purificador sino la perfección cibernética.
Por encima de cualquier romanticismo, la vitalidad de los objetos y las herramientas se extingue cuando aparecen utensilios que los superan en utilidad. Esto resulta igual para el libro que para el kayak indio o para la mula de carga. El apocalíptico pone como ejemplo la extinción de los discos de vinilo tras la aparición de los compact disc; el escéptico objeta que también se aventuró que la Televisión sería el final de la radio y ésta, actualmente, sigue manteniendo una vigencia envidiable. Y es que la medida de la utilidad esconde resistencias subjetivas que en algunos casos alumbran fénix en las cenizas.
El resignado profesor Faber de Fahrenheit 451, que llama romántico sin esperanza a Montang -el bombero que reniega de la antorcha-, comienza argumentando que en los libros no hay nada mágico, que son sólo un tipo de receptáculo de almacenamiento para cosas que temíamos olvidar, un receptáculo sustituible por otros. Pero cuando Montang deposita en sus manos los fragmentos del libro que ha rescatado de la quema, el profesor Faber se emociona y habla de texturas: "el libro tiene poros, tiene facciones". Sus palabras delatan la existencia de alientos que trascienden la utilidad: "puede colocarse bajo el microscopio... y a través de una lente encontrar vida"
El argumento es sin duda conmovedor, pero difícilmente va a impedir que las enciclopedias, esos enormes dinosaurios de papel que ocupan extensos espacios en las estanterías, perezcan ante las Encartas informáticas y las posibilidades interactivas de consulta que permite, a través de Internet, la pantalla del ordenador.
El resto de los libros, como la radio frente a la televisión, se defienden gracias a la manejabilidad que permite su cómodo y pequeño formato. Pero viendo la rápida evolución de soportes como los teléfonos móviles es fácil aventurar que incluso esa ventaja del actual libro de bolsillo sea sólo pasajera.
Sea como sea, y para buscar un argumento con el que superar la nostalgia del profesor Faber, quizás los cambios aporten también algunas ventajas literarias, por ejemplo, quizás un libro sin páginas ofrezca al lector una lectura más imprevista, más prometedora de asombros e incertidumbres.
En el formato actual de los libros de papel el lector, en cierto modo ...presiente el final por las páginas que quedan por leer, como en un thriller cinematográfico el espectador acota las posibilidades de sorpresa y sabe de antemano que el asesino es uno de los cuatro o cinco actores del reparto. En un libro sin páginas la literatura se aproximaría más a la vida. Sin páginas, los renglones se vuelven inciertos, a semejanza de cuando cerramos los ojos, desconocemos si amanecerá un día siguiente.