No la reconoces. De pronto estás en una encrucijada. Infinitos carriles convergiendo en ese punto que no alcanzas a discernir. Demasiados automóviles, demasiados autobuses, demasiados tranvías. Demasiada gente. Rostros, brazos, piernas trenzados en el aire. Demasiado ruido. Demasiada luz. Demasiado vértigo en la ciudad nueva. Así que corres. Corres. Por la calle Vinohradska, rodeando el Museo con su laberinto de escaleras y pasos subterráneos. Y corres bajando por Vaclavske Namesti. Dejas atrás las luces, los escaparates, los casinos, el ajetreo de los turistas y los ejecutivos. Atraviesas sin aliento Mustek y el mercado de fruta, callejeando por la ciudad vieja...
Demasiada oscuridad.
No la reconoces. No reconoces nada. La ciudad se muestra inaccesible, encerrada en sí misma te ignora. Sus ojos se han tornado duros diamantes negros, hieren. Te observan desde un esqueleto desconocido de edificios ajenos. Han desaparecido sus brazos tibios. Esos cálidos huecos donde refugiabas tu soledad están repletos de otros cuerpos, otros jugos, otras savias.
Recorres las calles aprisa hacia Namesti Republiky. Las putas y los chaperos cruzan las aceras. Chulos y camellos se pasean con las manos en los bolsillos. Por las fachadas resbala la oscuridad de ámbar. La ciudad está manchada de orina y sangre, pero se ríe a carcajadas. Esa mano que te aferra el brazo y después busca un hueco entre tus piernas. Esos ojos gélidos que ya no te conocen y te atraviesan la piel con su indiferencia áspera.
Y corres de nuevo. Retumban los adoquines de Na Prikope y Narodni Trida bajo la carrera frenética. Y cruzas el puente de la legión, sin ver, no quieres ver nada.
Creías saberlo todo. Y ahora estás sentado con la cabeza entre las manos. Sobre la ribera desierta de la isla. La ciudad te habla en una lengua que no comprendes. O simplemente, calla.
Ese deseo de gritar. Y el río tenebroso que se desliza a la orilla de tus pies.
Demasiado silencio.