ISSN 1578-8644 | nº 43 - Octubre 2003 | Contacto | Ultimo Luke
Bestiario
josé morella

“La propiedad ya no tiene nada que ver con el poder, con la personalidad o con el mando. No tiene que ver con una exhibición vulgar o de mal gusto. Porque ya no tiene peso o forma. Lo único que importa es el precio que pagas. Tú mismo, Eric, piensa. ¿Qué has comprado por tus ciento cuatro millones de dólares? No docenas de habitaciones, vistas incomparables, ascensores privados. No el dormitorio rodante o la cama computerizada. No la piscina o el tiburón (...) Tú pagas el dinero por la cifra misma. Ciento cuatro millones. Eso es lo que compras. Y vale la pena. El número se justifica a sí mismo”. Estas palabras se las dice Vija Kinski a Eric Packer en la novela Cosmópolis, de Don DeLillo, recién publicada en español por Seix Barral. Eric Packer es un multimillonario, un poderoso hombre de lo que podríamos llamar el “emporio global”. Tiene veintiocho años, hace varios que es uno de los hombres más ricos del mundo y su universo, sus convicciones y su estilo cibernético le acercan al perfil de un líder extremista. El extremismo de la tecnología, la religión de lo virtual, la fe ciega en la verdad única de la máquina. Como todas las religiones, se basa en algo insustancial pero sagrado y donde cabe todo, que anula toda confianza en lo real, es decir, en la vida cotidiana: para ellos no existen los problemas sociales, la desigualdad o la pobreza. Eso es un invento de los bestias de otros siglos, los que no tienen fe en el Todopoderoso Chip. En su mundo, el futuro es lo único que existe. Eric pasea por su ciudad, una Nueva York decadente inmediatamente anterior al 11-S, y en todo lo que está fuera de sus limusinas, sus guardaespaldas y sus juguetes electrónicos ve signos de un mundo enterrado en el pasado. La vida, la duda, el alma, son para él el pasado. Vija Kinski, su jefa de teoría, le dice: “¿Qué es dudar? Tú no crees en la duda (...) El poder de la informática elimina la duda. Toda duda sale de la experiencia del pasado. Pero el pasado está desapareciendo. Antes conocíamos el pasado pero no el futuro. Eso esta cambiando. Necesitamos una nueva teoría del tiempo”. Durante la novela transcurre una manifestación en las calles, y para los protagonistas los manifestantes son “una fantasía generada por el mercado. No existen fuera del mercado. No hay ningún lugar donde puedan ir para estar afuera. No hay afuera”. Esa gente, en lugar de ser su enemiga, es necesaria para el sistema: “le dan energía y definición, lo perpetúan”. La novela, a pesar de no ser de las mejores de su autor, nos ofrece un espejo de nosotros mismos, porque somos los potenciales manifestantes, nos manifestemos o no. La lectura de Cosmópolis desasosiega: aunque alcancemos a intuir el fiasco de la vida del protagonista, no nos consuela sobre nuestra posición en este nuevo mundo que tan bien explica DeLillo. Si bien Eric Packer acabará mal, si bien los Packers de la vida real también, seguramente, son unos enfermos, como dice la novela, de “falta de remordimiento”, unos muertos en vida que acaben suicidándose o siendo engullidos por el propio monstruo que se han creado, eso no nos salva de nada. Nuestra acción colectiva e individual es mucho más inocua que antes. Cada vez más. Da terror pensar que DeLillo tenga razón, que todos nosotros conformemos una pieza clave de un sistema salvaje. Es como una manada de tigres que dieran de comer a los conejos y los criasen para poder seguir zampándoselos. La cuestión hoy en día no es la desigualdad (la desigualdad existe desde siempre) sino el descaro, la audacia, la sorna fascista, la burla, la avaricia extrema, la desternillante cantidad que los poderosos amasan, tan inimaginable que pierde su significado. El protagonista de nuestra novela tiene un bombardero nuclear, y cuando le preguntan para qué lo tiene, él contesta: “para mirarlo. Es mío”. Otra cosa que dice durante la novela es que odia ser razonable. Esto tiene varios sentidos: odia sentirse culpable a la hora de perseguir lo que desea, odia pensar las consecuencias reales de lo que hace, la ausencia de ética en su vida de lujo. Odia considerar a los demás. Los demás para él son un problema a resolver. Está muerto precisamente porque no contempla la existencia de los otros. Los otros no existen, son una pantalla que informa en tiempo real de los movimientos de la bolsa. Sólo podemos ser individuos si lo somos en colectividad, es decir, para otros, y por eso un elemento inconsciente en la mente de Eric Packer lo lleva a la autodestrucción. No es nadie. Es un muerto en vida porque sólo razonan los vivos. No es que no le guste ser razonable, sino que no sabe. El personaje que quiere asesinarle es, en realidad, un asesino retórico. Como un Hamlet de la era informática que es, Eric se intenta matar en la espada de otro. El otro al que no conocerá nunca. Él, que se cree el hombre más valioso y listo de su generación, es en realidad un vegetal. Un preso metafísico. Uno de esos genios que están convirtiendo la vida de todos nosotros en una tienda de juguetes infantiles para niños de cuarenta.