La Modernidad se inicia con el despertar de las máquinas humanas. No es su único rasgo, ni siquiera el más significativo (o al menos eso acuerdan algunos) y, sin embargo, no puede entenderse el surgimiento de un momento tal sin una interrogación profunda y desligada de todo elemento transcendental de lo que es el ser humano. Toda la ciencia empírica, que iniciará su andadura en el Renacimiento, los rudimentarios estudios de los animales y del hombre, los descubrimientos anatómicos de entonces, el asombro por los comunes o similares principios biológicos de humanos y animales, llevará a que algunos se pregunten por lo que pueda definir a una persona.
De 1543 es el tratado de Andrea Vesalio, De humani corporis fabrica. Pero no son los avances anatómicos, la observación de primera mano que Vesalio y otros tantos llevan a cabo, lo que imprimirá un giro radical en las concepciones de la naturaleza humana. René Descartes, y en la estela que irá abriendo, Blaise Pascal y Baruch de Spinoza trazarán el nuevo mapa de la humanidad. La fábrica corporal humana se asemejará a esas otras formadas por engranajes y que son capaces de medir el tiempo con una perfección asombrosa. El reloj se configurará, así, como la figura simbólica de la época. Resulta curioso que sea este y no otro el símbolo al que se recurra a la hora de establecer las analogías. Se da primacía al rigor y a la exactitud, a la imposibilidad de error frente a los sentimientos o el espíritu. Sorprende también que se utilice el reloj a la hora de hablar de la libertad, porque en el fondo los tres tienen como preocupación central el de la libertad humana, pues no de otro modo se puede entender la importancia de la costumbre en las reflexiones de Pascal o la Ética spinosista. La comparación del hombre con un reloj, en un principio, parece obturar toda reflexión acera de la libertad, y sin embargo, no hay otro tema en Spinoza, como tampoco lo hay en Pascal, si bien el ánimo sea bien distinto en cada uno de ellos.
Más adelante, ya en el siglo XVIII, Julien Offray de la Méttrie teorizará sobre esa máquina que es el hombre, Jacques Vaucanson fabricará sus autómatas, E.T.A. Hoffmann escribirá El hombre de arena, y el autómata se irá apagando en una época en el que el mecanicismo se ha visto reemplazado por la metáfora del organicismo biológico. No será hasta mediados del siglo XX, con la extraordinaria revolución informática cuando el hombre vuelva a soñar con robots, androides y autómatas. Anteriormente algunos excéntricos nos habían ofrecido sus particulares puntos de vista. Villiers de LIsle Adam escribió La Eva futura y Karol Capek, R.U.R. Incluso en Metrópolis aparece una andreida.
El autómata se configura como el símbolo de la reflexión acerca de la libertad. Ante la duda de si los hombres podemos ser libres, ante la incertidumbre de qué pueda ser la libertad, de cómo podamos ejercerla, de cuáles sean sus límites y su fundamento, a lo largo de la historia algunos han perseverado en una reflexión que en una de sus últimas manifestaciones, la de Sigmund Freud, queda emparentada con lo siniestro ya que Freud utilizó el cuento de Hoffmann como ejemplo de dicho concepto. El autómata, la libertad, el inconsciente, las zonas oscuras de la sicología humana. Se encuentran todos tan cercanos y a la vez velados por la costumbre que nos impide ver las relaciones que los ligan.