Constantino Kavafis escribió un enigmático poema en el que se habla de una multitud vaciando las calles y regresando sombría a sus casas porque ha comenzado a anochecer y no llegan los bárbaros. De algún modo, el poema expande un regusto a fracaso y traición que transgrede una larga tradición cultural: los bárbaros, que constituyen perennemente la metáfora de una terrible amenaza, son invocados como la última esperanza de salvación.
Son numerosas las teorías que han dado los exegetas de la obra de Kavafis sobre ese texto. Entre ellas, una tan prosaica como la de Rangavís que explica el poema como el reflejo de un viejo anhelo egipcio de liberación de la gravosa ocupación británica a la que estaban sometidos mediante la invasión del país por sus vecinos sudaneses. Kavafis no explicitó nada, y al final del poema dejó sólo un lamento: ¿Y que será ahora de nosotros sin bárbaros?
Siete décadas más tarde, el nuevo Premio Nóbel de Literatura, J.M. Coetzee, retomaba la inquietante metáfora de Kavafis y la convertía en una sugerente parábola sobre una civilización ciega y despótica que exhibe constantemente su cruel impudicia sin que sea percibida por sus tristes súbditos. Como dice el protagonista de su obra, un magistrado encargado de velar por el orden del Imperio en una lejana frontera: He tenido delante de los ojos algo que salta a la vista, y todavía no lo veo.
El relato del escritor sudafricano no se desarrolla en ningún lugar explicito, aunque en él retumben, como ecos de fondo, los ruidos de un mundo que, a semejanza del actual, también es violento, injusto y, en buena medida, incomprensible. Es un mundo en el que, a pesar de lo velado, como advierten los versos del Ars amandi del recién desaparecido Vázquez Montalbán: Tiene cara el dolor y apellidos/ como tiene Tiro escuadras/ y cementerios marinos para averías/ del oscuro cielo de la oferta/ y la demanda/ del tiempo de lucrar y el tiempo de matar.
El magistrado ha trabajado décadas reprimiendo a los bárbaros y sabe que tanto las mentiras que el Imperio se cuanta a sí mismo en los buenos tiempos, como las verdades que el Imperio cuenta cuando soplan malos vientos son las caras de la moneda de la dominación imperial. Coetzee, encaramado a las almenas de la Gran Muralla que edificara un singular aparejador llamado Kafka, escudriña el horizonte intentando desmentir la desesperanza de Kavafis y a las gentes venidas de más allá de las fronteras, que aseguran que ya no hay bárbaros. En su mirada de vigía sólo existe una única certeza: el dolor es la verdad, todo lo demás sigue sujeto a duda.