Hay personas animales o ciudades que necesitan del histrionismo para ser vistas y oídas. Como si temieran que sin la ostentación nadie pudiera advertirlas.
Praga no tiene necesidad de bulevares de proporciones desmesuradas, ni de edificios de altura colosal. Le bastan sus cientos de cúpulas metálicas, con curvas sugerentes y viriles pináculos. Sus placitas adoquinadas, sus callejuelas estrechas. Cautiva sin artificio a los espíritus que no precisan de hipérboles y superlativos para admirar la belleza. Praga no alardea de ser ni la ciudad más hermosa de Europa ni la más espléndida o coqueta. No es una pose que entone con su esencia metropolitana.
Con Praga no armonizan ni la fastuosidad, ni la estridencia, ni la vulgaridad del exceso y la petulancia. Tampoco con el carácter bohemio, que dinamitó en Letná aquel descomunal grupo escultórico con Stalin al frente, dominante del paisaje praguense, con el espíritu de travesura de las almas infantiles: To se nám povedlo, co? Rodaron al fin las pétreas cabezas en 1962. Miles de toneladas megalíticas y comunistas volatilizadas en el aire de Centroeuropa.
Cada ciudad es única en su gloria o su miseria. Y todas las comparaciones son odiosas (excepto... ¿las de los poetas?). Detestables triángulos, cuandrilateros, pentágonos imperiales, de oro y piedras preciosas, inventos de las agencias de turismo. Competición de estampas y dimensiones por excursionistas desaforados. Aquí no queremos turistas sino viajeros, peregrinos que no necesitan tomar fotografías digitales sino contemplar un atardecer a la orilla del Vltava y llevárselo en la memoria.
Sin Stalin, por suerte.