En el libro Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, John Berger explica que el secreto de la pintura consiste en que se cumpla entre la realidad pintada (material o conceptual) y el pintor una suerte de colaboración: para que el pintor convierta su cuadro en algo más que en copia o reflejo sin alma, el objeto que se pinta debe participar. Querer ser visto. Berger pone el ejemplo de Rubens, que usó como modelo muchas veces a su amada Hélène Fourment. Cuando la chica colaboraba, el espectador del cuadro lo nota. La imagen late, viva, y deja de ser imagen para tomar una suerte de realidad. Que el objeto quiere participar significa que quiere estar más vivo en su estar diferido en el tiempo gracias a la representación que de él se hace. Es decir, que las cosas quieren ser vistas como vivas por el mayor número de personas durante el mayor lapso del tiempo posible. Podemos comparar esto con las conductas en la naturaleza: los seres vivos hacen cualquier cosa por dejar su marca en el tiempo, por preservar su especie. Incluso suicidarse, como algunos machos de araña que se dejan devorar por su pareja tras el apareamiento para que ésta ingiera una buena ración de proteínas y pueda gestar unas crías más sanas y fuertes. Ese deseo de sobrevivir a la muerte es el que, como espectadores, nos atrae a los museos. Vamos al museo para sentirnos menos solos, para ver cosas que han estado vivas como nosotros estamos y que, con el paso del tiempo, no han cambiado; siguen siendo como han sido siempre: un pie, un pecho, un árbol, un caballo... Dios se muestra en ese deseo de ver y ser vistos más allá de la muerte, a través del aire, del espacio. El espacio es lo que pinta el pintor, y debe estar vivo. Dios es el espacio, el aire entre las cosas. Y, por negación, se ve. Dios es lo visible, la distancia que nos separa del mundo y nos deja verlo. Eso es lo que los pintores pintan. Según el título del libro de Berger, su teoría no es más que una pequeña teoría, hacia la cual tan solo se dan algunos pasos. Todo es inseguridad cuando hablamos de Dios, claro. Pero lo que da fuerza a esta teoría es la hermosura de su pequeñez, la dignidad de su limitada eficacia. Se non è vero è ben trovato, que diría un catedrático en su Silla. Para hacer un símil entre pintura y literatura, habría que decir, tergiversando a Berger pero no, que leemos poemas para dialogar con lo vivo en el tiempo. Para que el poema nos dé algo más que copia sin alma de un sentimiento, pensamiento o imagen, el original debe participar. Del mismo modo que la realidad pintada debe querer ser vista en la pintura, la poesía debe ponernos ante los ojos del intelecto aquello que quería ser dicho y explota en el discurso del poeta como una combinación única, necesaria, de palabras. Lo que Berger llama tono. Berger llama tono a aquello en lo que se convierte el color de la paleta cuando deja de ser simple y superficial color y deviene vivo. El pintor debe huir de los colores, despreciarlos en tanto que colores y no tonos, cuerpos, cosas vivas. La labor del pintor es hacer desaparecer el color en el tono. El tono depende de muchas cosas además del color: el tamaño de la superficie, la forma, el contorno, la textura, los tonos que lo rodean, la luz... Pues bien, el poema sería un tono hecho de palabras. Las palabras, en el buen poema, han dejado de ser ítems de diccionario. El poeta debe huir de ellas, convertirlas en otra cosa, hacerlas desaparecer, y con su mezcla o detritus, con su barro elemental, conformar una carne primigenia, un cuerpo. El cuerpo del poema. El cuerpo depende del ritmo, de la forma, de los sonidos y su aleación, de la combinación de palabras... Se trata de experimentar con lo que quiere ser dicho en uno hasta hacer que se solidifique y recibir así al poema como representación viva. Si en pintura se pinta el espacio, en poesía se escribe el tiempo y la realidad que se aloja en él. La lectura y la posterior impresión en el alma de un verso genial es algo que muchos hemos experimentado, pero es muy difícil de aislar y describir como experiencia. Ahí está el secreto. No se puede describir porque es el brillo o fuerza con que aquello que quiere ser dicho, aquello que quiere estar vivo por más tiempo, se da al poeta para que nos lo diga. La piedra que la poesía nos lanza a la cabeza.
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