El paso del tiempo conduce al olvido de numerosas sensaciones captadas durante nuestra existencia. Sin embargo la vida está salpicada de momentos imborrables que, recordados periódicamente, subsisten sin perder nunca su valor. Algunos momentos, considerados en su día transcendentales o insignificantes, desaparecen, pero transcurridos los años saltan repentinamente a nuestra memoria. Después de un período en la oscuridad, algo que estaba olvidado resurge con fuerza, como si las piezas del rompecabezas (imágenes, olores, sabores, texturas, sonoridades,...) se volviesen a juntar y dibujasen una composición reconocida por la mente. Parece que determinadas informaciones sensoriales hubiesen sido grabadas en un lugar especial de la memoria y pudieran ser reactivadas mediante un nuevo estímulo externo.
Gradualmente los avances científicos están desvelando los mecanismos con los que la mente recibe, ordena y procesa información muy compleja. Vamos conociendo en profundidad los entresijos de la percepción, pero las investigaciones no dan respuesta a muchos aspectos que permanecen en el terreno de la subjetividad. La memoria acumula las experiencias vividas, siendo múltiples los datos que configuran lo que somos y preparan lo que podríamos llegar a ser y sentir (al nacer nos dan un papel en blanco que el tiempo rellena a lápiz, por tanto susceptible de ser borrado, con una historia dinámica). El sonido y la música, como desarrollo del sonido en el tiempo y el espacio, forman parte fundamental de ese cúmulo de estímulos del pasado proyectados en el presente.
Vamos perdiendo en el camino muchos sonidos, quizá porque desaparecía para siempre la causa que lo motivaba, por el cambio continuo, aparentemente imperceptible, en el ambiente acústico que nos rodea, por ausencia de interés o inconsciencia de lo percibido. Sin embargo existen acontecimientos sonoros impregnados de un halo especial debido a que coinciden con situaciones personales de intenso contenido emocional (la voz de un ser querido) o simplemente porque son bellos e inesperados (el murmullo de una campana lejana). Son instantes que guardarán para siempre un significado especial, casi mágico, y solamente podrán ser entendidos así por uno mismo.
Del mismo modo, las consecuencias de una audición musical sobre la memoria dependerán tanto de la educación previa recibida (inteligencia) como de circunstancias más concretas: si el momento es buscado (ir a un concierto o escuchar un CD, intentando satisfacer expectativas) o encontrado (las canciones de los niños en el parque, una música de fondo). Muchas veces determinada música ejerce de catalizador de una mezcla de sensaciones que evocan exclusivamente pensamientos y experiencias pasadas. No nos importa si es más o menos compleja, si posee un carácter ocioso o eminentemente artístico. Entonces los sentimientos se desatan (alegría, tristeza, miedo, amor, odio,...), y nuestro cuerpo responde sin control (cambios en la frecuencia respiratoria, palpitaciones, sudoración, carne de gallina, boca seca, nudo en la garganta, estómago encogido,...). También es curioso comprobar cómo estas reacciones se mantienen o no en el tiempo, según sea la mirada que lancemos al pasado (la perspectiva cambia constantemente).
No creo que siempre haya que disfrutar o padecer con la música, es decir, oscilar exclusivamente entre estos dos efectos genéricos. No olvidemos nunca que la música es un arte y existen otras formas de apreciarla, por ejemplo analizando y reflexionando sobre lo que escuchamos. Habría que ver en cada caso hacia qué lado nuestra memoria desequilibra la balanza. Dicen que la auténtica audición debería realizarse desde una cierta distancia emocional, pero reconozcamos que a veces es muy difícil mantenerla.