De un tiempo a esta parte el periodismo y su ejercicio diario se han convertido en tema central de debate de una sociedad que duda cada vez que escucha, lee o ve una información. Y no es malo que duden pero en fin. Lo cierto es que algo sucede cuando el mensajero es más importante que el mensaje. Más aún cuando el mensaje que transmite es de una obscenidad tal como la invasión anunciada que nos ha tocado vivir.
Por desgracia, los periodistas somos protagonistas de la noticia (sobre todo dos), portadas efímeras y comentarios en la radio que se disipan tan rápido como se pronuncian. Mentiras y verdades de una profesión tan especial como cotidiana.
Un periodista es una persona. Ni más ni menos. Que trabaja para ganar dinero y poder vivir. La única diferencia, he aquí el nudo gordiano del asunto, es que trabajamos con la materia prima más delicada de todas, la sociedad en que vivimos. Con todo lo maravilloso y complejo que ésta encierra.
Maravilloso porque somos unos privilegiados en tener una voz lo suficientemente alta como para contar e informar a nuestro mundo (nuestra audiencia) lo que está ocurriendo. Y no hablo de los grandes temas internacionales, no. No todos somos reporteros de guerra. Hablo de reportajes a pie de calle sobre la huelga de autobuses, sobre iniciativas puntuales de gente puntual o del último partido que su equipo jugó y perdió el pasado domingo. Todo esto interesa y nosotros somos los que tenemos que contárselo. Eso es por lo que desde siempre uno quiere hacerse periodista.Presenciar hechos y luego volver para contarlos.
Complejo porque el periodista no está solo y a veces está mal acompañado. Por un lado porque la sociedad a la que se refiere tiene su propia visión de las cosas y encajar en ese caleidoscopio de puntos de vista es imposible. Poseer la objetividad sería la solución a todos nuestros problemas, pero como ya es sabido, la objetividad no existe. Lo único que podemos hacer (y no es poco) es ser honestos con la audiencia y con uno mismo.
Aquí es donde entra el otro acompañante del periodista en su trabajo. Su empresa. En este país (cualquiera que sean sus límites) las empresas periodísticas se han caracterizado por crearse al albur de partidos políticos que los sustentaban económicamente. Quizás ahora el sustento no exista pero el acercamiento es claro y hasta cristalino en algunos casos. Los periodistas se ven obligados a acoplarse a las líneas marcadas por las empresas (porque para algo son empresas).
Ahora ustedes pueden decir: Si el periodista no está de acuerdo con lo que piensa su medio puede alegar la cláusula de conciencia y asunto arreglado. Y ¿por qué no lo hacemos? Por varios motivos. Si el profesional se encuentra dentro de la empresa con un contrato más o menos estable se acomoda y traga poco a poco hasta que ya no le duela. Si aún el profesional está de prueba, como los miles y miles de becarios y periodistas en prácticas que existen en los medios, lo mejor es que no digas nada y sigas haciendo méritos para algo que por otro lado puede que no suceda jamás, que la empresa te contrate.
Seguro que surge otra pregunta de manera espontánea. ¿Por qué aceptáis trabajar así? Porque la mayoría de profesionales prefieren trabajar de periodistas con esas condiciones que de otra cosa con las mismas condiciones. Maldita vocación.
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