En el altar de los profetas de la escuela de Fukuyama brilla sin llama un cirio obsceno. Vela el ataúd en el que la Historia debía reposar su ajada osamenta para siempre, pero en el pasillo que conduce hasta el velatorio hay numerosos indicios de que los ladrones de tumbas visitan a menudo el templo. La profecía prometía que la paz guardaría el sepulcro bajo siete llaves, pero las bellas canciones de réquiem que se escribieron para el entierro de las calamidades se quedaron en nanas de cuna, y en el mundo lo que se sigue escuchando es el aullido fúnebre que en palabras de Osip Mandelstam- "arrastra la huella del lobo de la desgracia que nunca cambiaremos".
Al parecer, todo ha de volver a comenzar eternamente y el resucitado fantasma de la Historia, igual de despiadado que siempre, se manifiesta ahora en Irak como antes lo hizo en Afganistán o en las Torres de Nueva York. Quizás convenga desempolvar aquellos viejos libros que quedaron arrinconados en las estanterías y releer pasajes olvidados como aquel en el que Engels -hablando de la India- señalaba que tras cada paso que daba el ejército inglés "en nombre de la civilización y del humanismo" estaban la rapiña y la violencia, las represalias en masa y la devastación de ciudades y poblados enteros.
Cada cual es libre de establecer sus propios paralelismos, pero mucho antes de que Bush asumiera la doctrina Rumsfeld, Mussolini ya empleó el eufemismo de la guerra preventiva para invadir Etiopía en 1935.
En el film del director ruso Elem Klimov Ven y mira (1985), que aquí se proyectó con el empobrecedor título de Masacre, hay una escena en la que por delante de la mirilla del fusil que empuña el protagonista -un niño al que el horror arrebata la inocencia- pasan en forma de flahs back imágenes que, retrocediendo en el tiempo, se detienen en el retrato de un bebé en brazos de su madre. El bebé de la fotografía no es otro que un delicado Adolf Hitler de tirabuzones rubios. Y la inquietud del dedo en el gatillo queda en el aire.
El escritor polaco Ryszard Kapuscinski, en uno de sus Lapidarium sugiere que ante crímenes tan crueles como los de Auschwitz, Vorkutá o Camboya, el único remedio para que no se repitan tales monstruosidades sería adelantarse al golpe aplicando una profilaxis vigilante. ¿Habría, pues, que apretar el gatillo del fusil que apunta al bebé? Kapuscinski reconoce la dificultad que existe para, contemplando la semilla que se tiene en la mano, imaginar como crecerá el árbol futuro.
El planteamiento nos lleva a una posible tautología envenenada. El veneno del antídoto preventivo para los males de la Historia en las versiones de Rumsfeld o Mussolini se vuelve letal. ¿Y si la víctima al apretar el gatillo invierte el espejo? ¿Y si Hitler lleva a otros Hitleres a la cámara de gas, se atenuaría su culpa? Adiós a Matiora, adiós a la inocencia del paisaje infantil. La Historia resulta siempre una cuna cruel por bellas que sean las melodías que nos acunan con sus arrullos. Como diría Osip Mandelstam quien tiene corazón debe oír cómo la nave del tiempo naufraga. Hasta los sumergidos en las frías aguas del Leteo no olvidan que la tierra nos volverá a costar diez cielos.
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