La literatura clásica japonesa podría definirse, quizás, como justo lo contrario al videoclip, y nosotros hace tiempo que vivimos en la cultura de la MTV: infinidad de planos cortos e intensos, saturados de información, de color, de sonido y de detalles que pasan tan fugazmente por nuestros cerebros que no podemos asimilarlos. Percibimos, pero no racionalizamos. Dicho de otra manera: no nos damos cuenta de lo que vemos, pero la huella de cada flash va quedando en nuestras cabezas.
La literatura clásica japonesa es la antípoda de esto, y por eso en occidente nos cuesta tanto entrar en ella, entender sus ritmos, sus conflictos y sus desenlaces, y a menudo nos parece que en sus historias no pasa nada. Ellos los japoneses- se regodean en el detalle, en la pausa, en la descripción minuciosa, y consiguen así la racionalización e interpretación lentitud y pesadez para nosotros- de unos hechos que pueden ser mínimos. Ellos -con un objeto, un paisaje, una mirada
- buscan transmitir un sentido. Nosotros los occidentales-, en cambio, a pesar de que disponemos de quince planos por segundo llenos de brillo y movimiento, muchas veces no logramos encontrar demasiado sentido a lo que vemos más allá de la diversión inmediata y de la fascinación por el espectáculo.
No se debe hablar tan en general ni de unos ni de otros así que, para ir concretando, hablemos de la nueva edición de País de nieve que acaba de salir al mercado, la novela que el Premio Nobel de Literatura (1968) Yasunari Kawabata escribió a finales de los 40. El libro cuenta la peculiar historia de amor entre Shimamura un hombre de mediana edad de Tokio, casado y con dos hijos- y Komako una joven geisha de una estación de invierno en un remoto pueblo de Japón. Del argumento poco más se puede decir, quizás que existe también una extraña mujer Yoko- que atrae irremisiblemente a Shimamura, un joven enfermo Yukio- que requiere los constantes cuidados de Yoko, y una maestra de música en cuya casa vive Komako. Por el contrario, sí que cabría detenerse en los quimonos, akebis, hakamas, sedas, flores, instrumentos musicales, construcciones japonesas y otros detalles materiales en los que Kawabata se basa para dar solidez a su historia y para recrear un Japón casi mítico que, en un atractivo contraste, convive con teléfonos, taxis, turistas y otros elementos modernos. Y es que esta novela es casi como hacer un viaje a un lugar remoto del que no se tienen apenas referentes. Ya lo avisa el autor en la primera frase del libro: Al final del largo túnel entre las dos regiones se accedía al País de nieve. A partir de ahí todo es desconocido y el lector se adentra en el frío, la nieve y la extraña historia de amor entre Shimamura y Komako.
Yasunari Kawabata nació en Osaka en 1899. A los tres años quedó huérfano y a los siete murió su abuela. Menos de dos años después moría también su única hermana y, antes de que Kawabata cumpliera los quince, lo hacía su abuelo, que se había ocupado de él durante todo ese tiempo. En 1972, enfermo y deprimido, Kawabata se suicidaba en su estudio de Zushi metiéndose un tubo de gas en la boca- pero antes había conseguido escribir más de 12.000 páginas de novelas, cuentos y ensayos que han hecho que hoy se le considere uno de los escritores japoneses más importantes del siglo XX. Entre sus obras más destacadas se encuentran Diario de mi decimosexto cumpleaños (1925), La bailarina de Izu (1926), La casa de las bellas durmientes (1961) o la biografía ficticia El maestro de Go (póstuma). Su estilo se caracteriza por centrarse en la soledad, en la psicología femenina y en la sexualidad, y se le considera el creador de un nuevo género: la novela miniatura.
Es comprensible que, para lectores como nosotros, leer a autores como Kawabata muchas veces suponga un choque y requiera un esfuerzo extra. Requiere el esfuerzo de frenarse, de aceptar que no tiene por qué pasar nada a cada página y de escuchar con calma cómo se detiene un tren en una estación o se refleja una luz en un cristal aunque ya hallamos visto mil trenes detenerse y mil luces reflejarse antes. Esta literatura exige abandonar por un momento la mentalidad del videoclip y, cuando se consigue, el placer es importante. Diferente. Leer así libera del frenetismo y del estrés, y permite entender las cosas de otra manera. Completamente diferente. Aunque me temo que, a estas alturas, el videoclip ya se ha hecho con el País de nieve e incluso con todo el Japón, y no me extrañaría que a los jóvenes nipones de hoy les costara conectar con Kawabata y otros escritores japonenses tanto como nos cuesta a nosotros. Y es que hace tiempo que, poco a poco, todo el planeta se está volviendo prácticamente igual.
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