|
Bestiario
josé morella
|
|
|
|
La deliciosa novela de J.M. Coetzee, Desgracia cuenta la historia de David Lurie, de unos cincuenta y cinco años de edad, profesor de literatura en una universidad de Sudáfrica, que se acuesta con una alumna y, a causa de ello, es denunciado. Pierde su trabajo y su prestigio a pesar de que la relación que mantenía con la chica era consentida por la misma. Decide irse a vivir al interior, con su hija, que había dejado mucho antes la ciudad para ser granjera. Ese viaje al interior se convierte en un viaje simbólico en el transcurso del cual su vida experimentará una especie de descenso a los infiernos, un suplicio. Lurie, un Don Juan, un solterón de oro, se niega a pedir perdón por algo que no merece pedirlo. Por algo tan natural como hacer el amor cuando se tiene deseo, que es como comer cuando se tiene hambre. Es como si la sociedad capitalista, como ninguna otra sociedad, produjera una perversa y cruenta inversión: quien desea vivir conforme a sus deseos y hacer lo que quiere hacer, libremente, con dignidad, decidiendo qué cosas elige y qué cosas no elige del mundo capitalista (no casarse y formar una familia tradicional, no ser un modelo de consumo, no vivir como un desgraciado lastrado por una losa de tradiciones) es visto con morbo y con envidia, y se le castiga por díscolo, por especial. Hoy en día, en nuestro mundo, la mayoría de gente no puede soportar lo que en otro tiempo fueron los máximos logros de la civilización: la libertad, la ética personal, la dignidad. Echan a Lurie de la universidad no por tirarse a una alumna, sino por no pedir perdón por ello. Por defender que un hombre, tenga la edad que tenga, pueda amar a una mujer. Lo normal se ha convertido en obsceno. Vivimos en una sociedad farisaica que pide la castración de los seres libres. En la novela se representa, en varios actos, esta castración simbólica. La pérdida del trabajo es una castración. La huida a la granja es otra fase de la castración. Cuando llega allí, su hija le trata como si fuera un niño, es decir, como si fuera un viejo. Otra fase. La última fase de la castración llega cuando él, antiguo casanova, humillado y agredido brutalmente por unos chicos que entran en la granja y violan a su hija, acaba sintiéndose tan solo y desgraciado que se lía con una mujer que no le atrae en absoluto, vieja y gordita, y poco a poco pierde el apetito por el sexo. Al final sólo se desnudan y se abrazan. En cuestión de dos meses, ha pasado sin transición de la madurez a la vejez. Y esto es lo que me parece absolutamente característico de nuestra sociedad: no somos viejos porque lleguemos a tal o cual edad, sino porque los otros nos ven como viejos y nos convierten en viejos con su mirada. Se da la curiosa situación, y si no se han dado cuenta fíjense, de que hoy en día hay, por supuesto, viejos que chochean, pero tambien hay, y muchos, viejos que son el último reducto de cordura de una sociedad donde los adultos están sufriendo un velocísimo proceso de macdonaldización, es decir, infantilización, desideologización y parálisis. Este síndrome les convierte en consumidores perfectos: no piensan, compran. Como el único sentido de la vida es comprar, el buen juicio de los mayores, que han vivido otros tiempos y echan de menos cierta sensatez, cierto interés en otras cosas, en valores, en sentimientos, en una vida en la que tenga importancia algo aparte de comprar, hace que los adultos-niños los vean como una amenaza, o mejor dicho como un fastidio. Se libran de ellos mediante una perversa pero fácil estrategia: decir que los pobres viejos chochean, y no saben lo que dicen. No les miran, no les escuchan, les hacen sentir que están seniles, que no entienden nada, que sus opiniones no van a ser tenidas en cuenta. Y en ese preciso momento, cuando los hijos de cuarenta no escuchan para nada a los padres de setenta, es cuando éstos se convierten en verdadero detritus social y vital. Eso le sucede a David Lurie. Él quiere ser éticamente responsable, adulto, y se enfrenta a un tribunal de hombres y mujeres infantiloides, llenos de prejuicios, mediocres, grises funcionarios de intachable expediente, que le convierten, mediante sus juicios, en un viejo verde. En un castrado. ¿Es Desgracia una nueva adaptación del Rey Lear o, por el contrario, es un negativo de la misma y Lurie es un anti-Lear? ¿Es el capitalismo el mundo del revés, el reino de la insania, de la estupidez, del fascismo igualitario de las compras? ¿Tenemos que conformarnos con el igualitarismo patético que consiste en que todos tenemos teléfono móvil, todos somos de centro, todos nos convertimos en honrados célibes a los cuarenta y todos pagamos hipotecas vitalicias? ¿En eso se ha convertido la igualdad de la Ilustración? Y lo peor de todo, ¿hay vuelta atrás? ¿Podemos volver a algún lugar mejor? David Lurie cita a William Blake para justificar su conducta, su negativa a pedir perdón por lo que ha hecho: prefiero matar a un recién nacido que albergar deseos no realizados. Pero las cosas, desde Blake a esta parte, han cambiado un poco, y parece más adecuada esta otra frase: prefiero matar a un recién nacido que soportar el miedo de escuchar a mi verdadero deseo. Parece que Coetzee quiera decir que estamos matando nuestro deseo. Que estamos matando al ser humano que vivía en nosotros. |
|
|
|
|