Aparentemente clausurada la guerra, en la lejana Mesopotamia sigue habiendo bailes de muertos que danzan a redoble de tambor. Y es que hay crímenes cuyo efecto perpetuo tal como soñara el marqués de Sade- prosigue actuando independientemente de que los propios criminales aseguren que han dejado de actuar.
Existen despachos, en altos edificios de acero y de cristal, en cuyos archivos se guardan indicadores económicos que asesinan silenciosamente a miles de kilómetros. Cada mañana, hay alguien que se queja de las fluctuaciones del precio de la gasolina mientras la radio recuerda, con sosegada indiferencia, que en la franja de Gaza muere un puñado de palestinos con la misma impunidad que sucumbe media docena de galletas acompañando el café de nuestros desayunos. Estas son algunas de las reseñas cotidianas de los prolegómenos del siglo XXI: encumbramiento de nuevo Imperio romano y anuncio de próxima parada en espiritualidad de Edad Media, para rezar cantos a uno mismo.
La oración postmoderna ha deshojado la margarita de las ruinas de sus antecesores poéticos. La poesía hace muchas décadas que abandonó las posiciones de los himnos épicos de Walt Whitman y, aunque es muy probable que a través de los estados todavía caminen millones de personas magníficas, lo cierto es que ninguna América cumplió los sueños prometidos. Y estos se vieron abocados a refugiarse en conmovedores lamentos por un mundo imperfecto para hacer frente a las visiones de un horror enfermizo que pretendía envolverlos en su propia retórica fantasmal.
"De las iglesias pardas/Las imágenes puras de la muerte nos miran/ Los escudos de los grandes señores de antaño..." Escribió Georg Tralk, en la antesala de unos tiempos en los que hubo, incluso, idiomas enteros -como el alemán- que perecieron en la soflama. Y, como casi siempre, habrían de ser los inmolados, los heridos por el holocausto como Paul Celan- los que, sublimando su propia tragedia, intentaran, sin demasiado éxito, que el lenguaje se fugara de la muerte.
Luego, las palabras, contaminadas por las visiones del horror, tuvieron que defenderse recurriendo a la amarga y monstruosa burla de lo grotesco. El relator era también una víctima y confesaba, desde la primera página, que vivía hospedado en un manicomio. El testimonio, por estruendoso que intentara parecer, lo firmaba un marginado: un enano deforme que se niega a crecer y se mofa de las ruinas de los falsos valores con un humilde tambor de hojalata.
Aquel monótono tam tam convirtió en insufribles los viejos lirismos armónicos, y la consecuencia, de algún modo, resultó inesperada. En cuanto el mundo perdió su falsa imagen lírica, lo grotesco pasó a convertirse en un simple gesto ingenuo.
En un mundo en el que lo absurdo y lo terrible sobreabundan ya no parecen tan necesarios Becket y Kafka. Se impone el ensimismamiento y la timidez, los manuscritos arden, la poesía adquiere el gobierno de la soledad. Es inútil preguntarle a Oscar Matzerath quién es, ya no le quedan palabras. El lenguaje agoniza en un cinismo agotado. La poesía ha abandonado la blasfemia para hacerse oración y va camino de un nuevo medievo. A pesar de la grandiosidad de las nuevas catedrales, cada día crece más el número de los que piensan que la esperanza reside en el diablo. Él es el único que conoce los secretos del silencio.
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