El mayor motivo para seguir hablando es que no podemos dejar de hacerlo. El mundo no está hecho de palabras, pero nuestro pensamiento sí. Con palabras intentamos comprender la realidad y a nosotros mismos, comunicar nuestros pensamientos, emociones y experiencias, con palabras también amamos y odiamos, y armados de palabras intervenimos como sujetos en la realidad. Tampoco esto podemos dejar de hacerlo. El mundo cambia cuando se aprieta el botón y también cuando se decide no apretarlo. Nunca el mundo ha dejado de cambiar porque un santo varón se haya cruzado de brazos en su celda.
Pero el mayor motivo para dejar de hablar es la costumbre humana de expulsar las palabras como desechos. Al contrario que los excrementos, la basura lingüística se reconoce porque no huele, o porque los desperdicios de pescado huelen a rosas y los de rosas a papel húmedo. Las palabras que no huelen no significan nada, y las que equivocan su olor acaban oliendo tan sólo a papel podrido. Un diccionario radical debería devolver a las palabras su olor.
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