Hace algún tiempo, cuando mi hija Luna contaba diez años le propuse que leyésemos cada noche los cantos centrales de la Odisea, aquellos en los que se narran las peripecias del héroe en el mar. Aceptó la propuesta y después de la primera sesión hablamos de la Aurora temprana de dedos de rosa y comentamos el significado de algunas palabras que ella no conocía. Le dije que si de mayor quería ser periodista debía hacerse con un amplio vocabulario para expresar con facilidad lo que desease contar al mundo. Ella contestó que con saber bien la palabra muerte tendría bastante. La respuesta me dejó tan angustiada que no pude atender a sus explicaciones, al recuento de muertes, crímenes o asesinatos que parecía haber realizado de las noticias matinales.
Unas semanas después caerían las torres gemelas y la justicia infinita caería también sobre Afganistán y la situación en Oriente Medio empeoraría paulatinamente y en África las cosas no irían mejor, tampoco en Colombia o en la India y el Prestige teñiría de negro las voces de los periodistas y a la sombra del desastre global crecería la peor de la plagas que el mundo haya conocido: la guerra preventiva.
Esta caótica e incompleta enumeración de catástrofes (que se pudiera muy bien excusar) viene a subrayar el valor que cobran hoy las pequeñas y remotas palabras de Luna. Y me permite trasladar, haciendo uso de la analogía, esta misma reflexión al último trabajo de Pablo Márquez, Die Wunderkammer (La Cámara de las Maravillas), cuyo sentimiento desgarrador, gestado en su visita a la Laguna Cateura también antes del 11-S, adquiere un valor extraordinario en estos míseros tiempos.
Pero la analogía no se agota en el dato cronológico, las afinidades que se establecen entre la respuesta de Luna y el trabajo del pintor tienen que ver también con la capacidad infantil de nombrar el horror sin mostrarlo y con la idea proustiana de que en la infancia se concentra la culpa en estado puro.
En la Cámara de las Maravillas Pablo Márquez presenta los desajustes del ser sin ambigüedades ni eufemismos, envolviéndolos en una especie de belleza romántica entretejida de amor y muerte, entretejida de paradójica maravilla.
Su mirada, dirigida a la sociedad hostil y cruel que nos rodea, es directa como la de los niños que habitan sus obras e intemporal como los objetos que él mismo fabrica.
Su voz, dirigida a una sociedad sorda e incrédula, es como el fuego de mil lenguas que desde las profundidades del Hades nos pregunta:
¿por qué si la injusticia es un hecho habitual en nuestra historia, cada nueva violación, cada nuevo crimen se nos antojan insólitos? ¿por qué la sorpresa?
Su voz, sincera y tierna, es culpable por lo que presagia e inocente por lo que no cuenta. Su mirada color desesperanza una tela metálica imaginaria que nos amordaza.
Llegados a este punto de la disertación es probable que el lector se extrañe por la insistencia de la autora en desentrañar las leyes internas de La Cámara de los Prodigios, y que eche en falta una descripción más detallada de algunas de las piezas que guiada por el propio artista tuve oportunidad de ver en la galería Belarde 20, (viaje al infierno de la mano del mismísimo Virgilio). O del resto de las obras que disfruté a través de la página web de la galería de Esther Montoriol, (viaje virtual sin retorno).
Sólo dos razones perdonan mi comportamiento: la primera, el deseo de no traicionar la vocación residual con que, creo, surgieron estas obras y la segunda dejar constancia de la profunda aflicción que me provocaron ambas visistas.