El problema del cine de hoy es esa tendencia a alargar los argumentos hasta el infinito, como si no bastasen con dos horas de proyección para desarrollar una historia. El cine americano extiende aún más su brazo creando secuelas, remakes, precuelas, terceras partes y exprime la aparición de un personaje para dar salida a un título por el mero hecho de que su protagonista aparezca en él. No hay más que ver cómo Hannibal se multiplica en episodios que buscan repetir el éxito de El silencio de los corderos o cómo la franquicia de James Bond somete al personaje a un más difícil todavía cada vez más fácil gracias a los efectos digitales. Quizás la culpa de esta moda la tenga la saga Star Wars (aún hay quien cree que las fantasmadas digitales de los dos primeros capítulos se parecen en algo a la novedad que suscitó en su día La guerra de las galaxias) o a la aparición repetida y exitosa de personajes como Indiana Jones o el propio Bond.
Cuando hace cuatro años se estrenó la película Matrix, la sensaciones al salir del cine eran dispares. Por un lado, unos rechazaban el filme por privilegiar la imagen sobre el confuso contenido; otros se manifestaban pletóricos ante la búsqueda de un nuevo estilo cinematográfico. Yo fui uno de los que la acercaron al pedestal de la maestría. Había en ella no sólo un argumento sólido sino que éste estaba tratado de forma sorprendente.
En Matrix se planteaba la existencia como una dicotomía entre dos mundos, el real y el virtual; su argumento estaba plagado de influencias de otros géneros, desde las películas de artes marciales al manga japonés, pasando por referencias al mundo de Lewis Carroll, al cyberpunk o la filosofía más apocalíptica de filmes de culto como Blade Runner. Neo, protagonista indiscutible de la cinta, se transformaba por obra y gracia de la resurrección en un Jesucristo cibernético, escoltado por los dos vértices de aquella particular Santísima Trinidad: Morfeo convertido en el dios de los sueños encargado de despertar al protagonista de la ensoñación virtual en la que se hallaba; y Trinity, el elemento divino capaz de devolverle la vida al Elegido.
Siempre he creído que el valor de un autor se halla en saber contar de manera distinta lo que otros ya han dicho con anterioridad. Los hermanos Wachowski, directores de la cinta, recurrían a las nuevas tecnologías (el efecto bullet time, planos en cámara lenta sobre movimientos en cámara rápida
), para desarrollar un argumento trufado de referencias conocidas que exigía más de una lectura. Pero fue el novedoso estilo visual el que convirtió la película en uno de los fenómenos más importantes de finales de los noventa. Se hablaba ya de un cine del siglo veintiuno y multitud de películas recurrieron a sus efectos como parte más del guión.
¿Por qué entonces filmar una segunda parte? ¿Por qué hacer de una increíble película de culto una saga de patadas y artes marciales sometidas a las órdenes del imperio digital? ¿Por qué revolver un argumento para centrarse en su aspecto más visual y olvidar que el valor de Matrix se encontraba en que había sabido aunar imágenes y texto?
Matrix Reloaded deja a un lado el guión (sus diálogos parecen haber sido escritos en una sola tarde) para transformar la película en una historia de acción y efectos visuales para comedores de palomitas. Puede que la historia posea una segunda lectura pero tras verla una primera vez a uno le queda una sensación molesta de deja vu.
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