La condena dice que ella nunca podrá salir de lo que a partir de ahora va a ser su mundo rectangular. Recorrerá una y otra vez los treinta y seis milímetros que mide su horizonte, agachando ligeramente la cabeza al empezar el camino, hirguiéndose poco a poco según avanza, hasta sobrepasar el segundo barco grande, para inclinarse otra vez, como vencida, al llegar a lo que se le presenta como el final del paseo, que no es tal, porque inmediatamente se sitúa en la salida y vuelve a empezar.
Disfrutará eternamente, eso sí, de lo que parece un buen día de primavera, con una brisa que refresca y anima a seguir andando a la orilla de un mar que reproduce obsesivamente las mismas olas; y de ese cielo que parece el boceto de un dibujo que nunca se completará.
Y los barcos, como única referencia para situarse, para medir su tiempo diminuto, y seguir pensando inútilmente que pronto saldrá de allí.
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