Hace algo más de un año comencé a colaborar en la revista LUKE, en un espacio que decidí titular chemin de fer. Como ya le expliqué entonces a su director Kepa Murua la razón de usar la expresión francesa, más allá de su extraordinaria sonoridad, era que en ella se concentraban varias acepciones que me interesaban.
Decía Paul Auster que el francés es un medio dúctil, un lenguaje de esencias y en este caso la expresión Chemin de fer no sólo me permitía aludir a la red viaria, sino también al ferrocarril como medio de transporte y en un sentido más poético al viaje que entraña la vida, el viaje de la memoria por paisajes de forja repletos de apeaderos, vías muertas, cruces y algún que otro paso a nivel. No descartaba entonces, ni puedo hacerlo ahora que en la elección de dicho título tuviera algo que ver la circunstancia de ser hija y nieta de maquinistas ferroviarios, pero intuyo que la razón última fue el placer estético que siempre me han provocado los espacios apenas abocetados, límpios y luminosos de la arquitectura metálica.
El progreso, esa tempestad hacia la cual, según Walter Benjamin, dirigía su mirada el Angelus Novus de Klee, nos dejó, al menos, el trazo exacto de su esqueleto. Un trazo que se ha ido eliminando paulatinamente de las ciudades, tal vez, porque recuerda la barbarie de la civilización, de la explotación del hombre y de la desforestación. Un trazo fatalmente condenado a la destrucción, tal vez, porque para los poderes públicos es más sencillo despreciar y eliminar estas estructuras que tomar soluciones competentes, especialmente cuando el suelo liberado ofrece altos beneficios.
El patrimonio industrial es una especie en peligro de extinción y su recuperación va más allá de la reconversión de las viejas estructuras en modernos centros culturales y/o comerciales. Se trata de educar a las nuevas generaciones en una sensibilidad artística diferente, sin los prejuicios y las ataduras que impone la funcionalidad de estas construcciones. Pero mientras ese tiempo nuevo llega, las huellas de la arquitectura realizada por ingenieros se van borrando de los países desarrollados y sólo es posible seguir su rastro a través de las imágenes del cine y de fotógrafos como C. Sheeler, E. Lessing, el matrimonio Bercher o M. Mellado (entre otros) que han sabido ver en las viejas fábricas, los silos, las estaciones, las torres refrigerantes o los depósitos de agua la belleza que durante años ocultaron la niebla, el hollín y el humo.
Uno de los ejemplos más recientes de esta forma especial de ver el paisaje industrial es el libro Almería,Granada, Sevilla: un viaje fotográfico de Carlos Pérez Siquier, en cuyas páginas el autor nos propone un viaje por los estrechos caminos de hierro que unen la vida real y la fantasía.
Las fotografías de Carlos son como las ventanillas de los trenes y si te asomas a ellas puedes ver el tiempo distorsionado de un mundo sin tonos intermedios en el que el rojo rabioso reclama toda nuestra atención. Un universo en el que la figura humana no importa por su psicología sino por su lugar exacto en el encuadre y por la estela que deja su movimiento.
Desde las entrañas del tren, desde el silencio de los paisajes que se dejan atrás, desde las estaciones que jalonan nuestros sueños, el artista interpreta la fugacidad del tiempo sin atisbo alguno de angustía o aflicción. Su obra es una nota de color y sublimidad con la que curar nuestros afligidos ojos. Un viaje mudo hacia el olvido.
En el arte, como en la literatura, el dolor tiene tanto prestigio que resulta sorprendente, casi milagroso, encontrarse con el realismo lúdico de Carlos Pérez Siquier, pues, aunque el silencio no puede desmentir el estruendo profundo del sufrimiento humano, al menos le concede un descanso.