Traiciona la memoria inesperada. Los pasos reverberantes de ese desconocido sobre la calle Parizska. Había un café. Había dos miradas que se buscaban para fundir un Oriente y Occidente que nunca se encontraron. Y al terminar la calle, en la plaza, bajo la estatua de Jan Hus, había un banco desde el que dos solitarios contemplaban la luz ambarina de las dos torres góticas de Tyn. Detrás, en el Mercado Viejo había casas derruídas y noctámbulos ebrios. Y más allá, en la Plaza Pequeña había una aspirante a cantante de ópera que regalaba su voz a los turistas y calmaba los oídos de los soñadores. En el puente de piedra había música de los años setenta, flashes, dudas y besos que nunca se dieron. ¿Y dónde habitan ahora?
La memoria siempre traiciona. A veces porque no es fidedigna, a veces porque sorprende demasiado al presente. Lo que creemos recordar tal vez nunca existió. Aparece agazapada tras una esquina que doblamos inocentemente. ¿Dónde va el recuerdo cuando no lo necesitamos? Praga se esconde en las sombras, en la neblina húmeda de la memoria. Y desde allí reclama su presencia.
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