La vida habla. La muerte escribe.
Luther Blissett.
Esculpido sobre una roca hay en la Sierra de Guadarrama un mirador galardonado con unos de esos versos imperecederos de Luis Rosales que poetizan el paisaje. De la fidelidad con que los árboles se someten a la disciplina descriptiva podría dar fe cualquier excursionista culto. Quizá ese mismo que de su puño y piedra grabó pareja al poema la siguiente nota al pie: Josele estuvo aquí. Extraño. Josele estuvo y no estuve, ni mucho menos estoy, ni desde luego la perfidia de un yo estoy estando aquí, mucho más exacta supuesto lo largo y costoso del proceso del buril dominguero.
Sospechando sospecho que quien a toda costa desea escribir su Josele necesitará siempre de un estuvo; al fin y al cabo, escribir yo es como decir cualquiera. Así que aquí estuvo Josele escribiendo en pasado de un hecho presente, narrando en tercera persona lo que a él solo le incumbía, creyendo que perdurando su nombre él también perduraría. Aquí estuvo Josele, oscuro sujeto transformándose objetivamente en escritura, atesorando presentes muertos para dar testimonio del pasado a un futuro aún no nato. Pobre Josele. Triste su destino. Algún día, tal vez ya hoy, de él no quedarán más que unas fotos y este nombre suyo en esta piedra; recuerdos que las aguas borrarán como un cepillo su pizarra. Otras dos víctimas literarias de la posteridad, pienso, en esta serranía en que la escritura es lo que es: una trampa para tontos.
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