Reseña sobre "El código de la piel" de Miren Agur Meabe (Editorial Bassarai)
La poesía, mucho más que con ningún determinado género literario, tiene que ver con la mirada, la poesía en gran medida es, sencillamente, un modo de ver. En este sentido, la poesía se comporta más como un descubrimiento que como una creación. Quizás por eso se la encuentra muchas veces en las expresiones más sencillas. Quizás por eso a menudo aparece allí donde ni siquiera se la está esperando.
La poesía a veces busca refugio en los lugares aparentemente más insignificantes y se envuelve en las palabras aparentemente más simples. Así, por ejemplo, en el libro de Augusto Monterroso Movimiento Perpetuo, se puede leer una obra que se resume en un sencillo renglón: Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea. Y esto resulta suficiente para que comience y termine un relato mucho más completo que el de muchas estimables novelas. O si se abre el libro de cuentos Los palabristas, del escritor checo Bohumil Hrabal, por la primera página, uno se encuentra con la siguiente cita: Algunas manchas son imposibles de sacar sin dañar el tejido. A más de un lector esta cita le hablará de las heridas del alma y sin embargo, el autor la extrajo de la advertencia de un recibo de una tintorería a la que llevó a lavar un abrigo. La vida de Galileo de Bertol Brecht comienza con el famoso astrónomo dirigiendo al hijo del ama de llaves un mandato tan banal como éste: Pon la leche en la mesa, pero no cierres ningún libro. Sin embargo, uno tiene la sensación de que esas simples palabras contienen la semilla del sabio y de que aunque ahora se bajase el telón ésta ha prendido en el espectador, porque es medular como la conciencia.
Como he dicho anteriormente, la poesía tiene que ver con la mirada, y la mirada se tiene o no se tiene. O, dicho de otro modo, uno puede coger más o menos manzanas de un árbol con las manos, pero las manos se tienen o no se tienen. Los sesenta de El Código de la piel contienen la palpable evidencia de que su autora, Miren Agur Meabe, posee esa mirada. Esa mirada que cada poeta luego versifica con su propia voz. Una voz que, dialogando con el silencio, nos conecta con las dimensiones de lo incomunicable; porque, paradójicamente, la poesía, aunque sea lenguaje y mirada, siempre, hasta en el poema más explícito, nombra lo que no se ve.
Una piel expuesta a soles y lluvias por la que los sentimientos viajan sin atuendos ni máscaras, una piel que es a la vez el valioso manuscrito que contiene la sensibilidad de las caricias y también el espacio del libro que leemos. Un libro que a la postre, si merece la pena, casi siempre termina siendo nosotros mismos.
Lo que ocurre es que en este universo táctil lo evidente esconde significados ambiguos y, como la palabra código sugiere, también hay que aprender a descifrar lo que podemos tocar, porque incluso el testimonio más riguroso o lo expresado con la sinceridad más desnuda admite otras lecturas, y -como se desvela en el libro- siempre hay alguna falsa ortografía en los secretos, siempre se puede reivindicar algo que no se puede expresar con palabras. Sin embargo cuando uno lee El código de la piel tiene la sensación de que el poeta está dando testimonios personales tan fieles a sí mismo que, aunque suene paradójico, se ve obligado en alguna ocasión a tener que afirmar explícitamente que dice la verdad.
Vivimos en un mundo dominado por lo ficticio, en el que ya ni siquiera presentimos y luego nos quedamos asombrados.
En la piel se encuentran numerosos signos imborrables, pero son signos que a veces también se contradicen. Una fea cicatriz puede significar la huella imperecedera de una vivencia feliz y un bello tatuaje, en cambio, la herida que dejó un terrible fracaso. Leemos en el libro que lo que se aleja, sin embargo, pervive en el cuerpo que lo tocó, y que el corazón se puede marcar con caligrafía; pero también que no se puede convertir el hoy en para siempre y hacer del cuerpo tiempo incombatible. Nuestro ombligo es el nudo en el que se anuda una permanente inquietud. Todo, hasta lo más cotidiano, participa de viejos sueños y tras cada decepción volvemos a descubrir que hasta los sentimientos más comunes no pueden vivir sin milagros... La mirada del poeta distorsiona las palabras, busca dimensiones de la realidad que no caben en el texto, como las caricias persiguen dimensiones, como la felicidad, que no colma nunca definitivamente la ternura o el tacto de las cosas concretas. En la piel, la vida escribe mensajes imprevistos y voces en off, como el poeta garabatea notas en un pentagrama de papel. El papel, nos advierte el poeta en el primer verso del libro, es el escenario de su silencio. Un silencio en el que se esconde gran parte de lo que fuimos y gran parte del secreto de lo que somos. Y es que de alguna manera, el tema principal de la poesía es siempre el tiempo, ese tiempo que permanece cautivo entre esos dos hermanos siameses que llamamos memoria y olvido y que nunca sabemos dónde se encuentra la frontera que separa a uno del otro.
Una de las particularidades de estos poemas es que en ellos la poesía, más que recordar, invoca -a través de unos versos plagados de emociones verdaderas, de vivencias domésticas y de testimonios cotidianos- un tiempo y una memoria que su autora vuelve presentes, en una especie de intento de revivir sensualmente la experiencia original. Hablando de experiencias originarias, de algún modo la maternidad es también la fuente de la inocencia perdida y los niños nos recuerdan que vivir siempre consiste en dejar huellas en el suelo para que en ellas aniden los gansos que pueden llevarnos a la luna. Y es que dicho con palabras del poeta checo Vladimir Holan: Estar perdido y resistir y tener la luna en el libro y la noche en el leer es como si nuestro dolor con alguno ajeno engendraran un tercer corazón. La poesía es ese tercer corazón, ese corazón que a veces nos ayuda a vivir cuando otras arterias de la existencia parecen obturadas... Y el único propósito de esta intervención era dar un simple testimonio de que en las páginas de este libro titulado El código de la piel se pueden escuchar sus latidos.
El poeta siempre habla de sí mismo, pero -como dice Miren Agur en uno de sus poemas- sin embargo, nos puede conocer porque aunque con otra piel somos como él. Como he señalado al principio este es sólo un fragmento desafinado de una balada improvisada por tres músicos irlandeses ante un auditorio que vaciaba jarras de cerveza y los que quieran disfrutar de las delicias plenas de la música tendrán que leer el libro de Miren Agur Meabe, dejando que los poemas resuenen en su propia piel, despertando emociones que nadie puede expresar con palabras.
|