Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939- Bangkog, 2003) era un ruido, un verdadero ruido. Al autor de La palabra libre en la ciudad libre, tan interesado por las teorías de la comunicación, no le importaría esta definición, que remite a ese fenómeno que rompe, interrumpe, molesta la fluida relación entre emisor y receptor. Sobre todo, si le consideramos ruido en la única comunicación relevante que existe hoy en día (a pesar de los propagandistas de lo alternativo): la que mantiene el sistema con sus súbditos.
El escritor catalán era además de ruido, un error. Una excepción en el trazado de ese destino poco amigo de sobresaltos. El 99% de los hijos de una familia pobre y represaliada en la Guerra Civil a lo más que ha llegado es a representante de medias y calcetines. Entre los de esta clase, sólo medraban los guapos, pero ni siquiera conseguían el papel de galán: se quedaban en actores secundarios, en excelentes actores secundarios que robaban cámara con estilo al señorito de turno. Manuel Vázquez Montalbán era, sin embargo, bajito, gafoso y gordo: el más difícil todavía para sobresalir en aquella mesocracia cutre que era el franquismo.
Así que la aparición del error, primero, y el ruido, después, hay que considerarla como sendas celebraciones de la inexistencia de Dios o, por lo menos, de la existencia de ciertas grietas en la omnipotencia del Altísimo. Vázquez Montalbán rompió la norma y supo driblar con la elegancia de Cruyff (otro de sus admirados) las tentaciones del Todopoderoso.
Agustín García Calvo dice que Dios es hoy el Capital y el Estado. El escritor que nació en el Barrio Chino de Barcelona lo sabía mejor que nadie, algo habitual, por otra parte, en cualquier joven más o menos rebelde. Otra cosa es cuando el paso de los años, los vicios caros y las seductoras sirenas que Dios tiene a su disposición reclaman una mayor servidumbre al Todopoderoso. Que se lo pregunten a tantos catedráticos de ética, sociólogos y demás ralea que no dudan en jalear las virtudes democráticas de siniestros ministros del Interior, políticos impulsores del terrorismo de Estado o empresarios que medraron bajo el amparo de Franco.
Quizás ésta sea la tercera virtud extraordinaria del creador de Carvalho: su capacidad para mantener con el paso de los años la dignidad que confiere el razonamiento crítico, eso sí sin dejar de disfrutar de los placeres de la vida, pero con las mejores compañías, entre las que no se contaban los sinvergüenzas. Todavía recuerdo, en este sentido, una charla que dio en la Universidad de Deusto: allí se presentó ante un auditorio reaccionario donde los haya gracias a su reconocida disposición para acudir a todos los foros. Sin embargo, el discurso que soltó al público fue de antología: en su línea, pero aderezado con la mejor terminología marxista, que quizás entendiera Ignacio Ellacuría (el jesuita asesinado en El Salvador por el Ejército), pero no aquellos prebostes de la burguesía vasca que acudieron a la cita, que le miraban como las vacas al tren que pasa. La pena es que el tren no acabó atropellándolas. Porque Montalbán era, además, un defensor de los animales.