Se echa de menos. Creer que se cree en algo. Vivir unos días a la expectativa como si, de verdad, al camino, de pronto, se le enderezaran las rodillas y los recodos. Se echa de menos esa ingenuidad tan firme de los niños. Ese abrirse de las manos a la espera de que lluevan respuestas de lo Alto. Un maná dulce, pero con fecha de caducidad, como todos los deseos que se pudren bajo el punto y aparte de enero.
Se echa de menos. Desde este rincón descreído a golpe de golpes y certezas, se echa de menos poder imaginar que una estrella fugaz ralentizó sus prisas con un propósito absurdo y bello. Quisiera adormecerme sólo una noche más con la idea feliz de que el universo se permite la anarquía de algunas órbitas o que le importamos algo más que las briznas de hierba o los microorganismos unicelulares. Despertar una mañana con la seguridad de que Dios se deleita observando nuestras huellas en la nieve y que esas huellas fueran la solución a un enigma atávico. Desear que la alegría se eternice quince días como un pájaro transitorio que olvidó su instinto.
Se echa de menos. Se echa de menos esa fe torpe de la infancia. Ese creer que se cree en algo. Esa ingenuidad que aguarda siempre por diciembre. Ese esperar (por si acaso, por si todo
) Ese homenaje a la esperanza contra cualquier destino. Esas manos abiertas bajo el maná dulce que, al final, no es más que sueños de artificio, celofán o lágrimas.
Por si acaso, por si todo, por si las lágrimas
felices fiestas.