A propósito de Los idiotas de Lars von Trier
La segunda película de la escuela Dogma, Los idiotas (1998), de Lars von Trier, vista con la distancia que dan los años, marca un antes y un después en el cine europeo.
Lars von Trier, descendiente de los sumos pontífices del cine nórdico Carl Theodor Dreyer, Ingmar Bergman-, se presentaba entonces como un reformista protestante frente a la Gran Meca del Cine, como un heresiarca que clavaba a las puertas del Templo del Festival de Cannes 1998 las tablas de la ley de su Decálogo, a la vez que sentaba las bases de un renovado Dogma y proponía la vuelta al ascetismo cinematográfico, a un trabajo artesanal cámara manual- con austeridad de medios y el regreso al naturalismo.
Un visionario, en una palabra, pues que se trataba de ver visiones de un arte audiovisual.
LA ÚLTIMA CENA DE LOS IDIOTAS o INOCENTE, INOCENTE
Y Los idiotas venía a ser su buena nueva. Un nuevo testamento a partir del arquetipo humano del idiota -en quien se confunden la bondad natural y la deficiencia mental-, desde el Hamlet o don Quijote al Mishkin de Dostoievski o el soldado Svejk de Hasek..
Un grupo de personas de clase media se reúne en una villa para, buscando el camino de la idiocia, dar una réplica a los convencionalismos hipocresía o artificiosidad- de la sociedad postmoderna, un círculo de iniciación cuyo idiólogo es Stoffer, nihilista que en su radicalidad trae a la memoria las células sectarias del anarquismo de Los poseídos de Dostoievski y va guiando el camino de im/perfección de sus discípulos, desde la broma propia de cámara ocultaInocente, inocente- a absurdas performances carnavalescas que invaden sabotean- las relaciones laborales, municipales, consumistas la provocación y el derroche, invitándose a la cena como unos idiotas- o sentimentales como en la orgía final, más allá de la atracción entre los dos más jóvenes, enamorados como unos tontos-.
Las desviaciones pequeño-burguesas de algunos de sus miembros, la presión exterior y la incapacidad de vivir la nueva idiología en la vida cotidiana pone al grupo al filo de la disolución y a Stoffer al borde de la locura se le va la pinza en su enfrentamiento con el representante municipal-, si no es porque la neófita Karen, última incorporación a la logia de los idiotas, hace el idiota afrontando la auténtica prueba de fuego la del duelo por la muerte de un hijo-, discípula amada que supera la disciplina del Maestro, en una regresión auto-protectora frente al dolor que marca el clímax dramático del film.
UNA IDIOTA QUE SE HACE LA IDIOTA o LA PRINCESA DANESA
Karen es, salvando las distancias, igual que el epiléptico príncipe Mishkin, El idiota de F.M. Dostoievski en la literatura rusa, una idiota en estado puro de buena, tonta-, y como El valerosos soldado Svejk de Jaroslav Hasek, en la literatura checa, una idiota que hace la idiota, y su peculiar idiosincrasia le permite pasar de ser testigo observador a quijotesca protagonista de un film lleno de ruido y furia, interpretado en su peculiar idiolecto dramático por una hamletiana princesa danesa tras la muerte de un pariente-.
Y es que la comedia dramática de Los idiotas roza en ocasiones la ambivalencia entre lo patético y lo ridículo propia de la farsa es particularmente grotesca la secuencia del careo con los idiotas de verdad-, y aborda el shakesperiano tema del teatro dentro del teatro de la interpretación por parte de un personaje dentro del cine, en este caso-, y desenmascara los disfraces de los idiotas, sacrificando a la única víctima de la buena fe.
ARTE DE MAREAR Y LICENCIA DE UN HETERODOXO
Como todo pastor protestante que apacienta con licencias Dogma las ovejas de su ganadería-, Lars von Trier se toma en Los idiotas sus licencias consejos vendo y para mí no tengo-, desde los saltos temporales la estructura del filme como la pesquisa que a través de los integrantes del grupo recrea mediante flash-back los acontecimientos- al empleo de una pistola en el film, atentando contra el mandamiento de no llevar armas y No matarásde su decálogo evitando que los actores tuvieran que morir de verdad por verosimilitud-, si bien es coherente hasta el agotamiento entre el movimiento de cámara y la turbulencia de la mente de los personajes que transmitirá al espectador la sensación de vértigo de un arte de marear que lo obliga a abandonar el cine idiotizado por empatía.
Que Lars von Trier no firme los créditos de tan peculiar factura de su película no tiene por qué suponer ningún descrédito. No ocurre igual con otros discípulos aventajados o más retrasados- de su Escuela, que han demostrado después ser unos auténticos idiotas.
Porque, tal vez, la vida sea una peli o una piel- filmada que no firmada- por un idiota. Y a nadie se le ha ido más la pinza que al español J. Pinzás. Y lo demás es silencio.