La historia se impone. El artista como hombre de su tiempo profundiza en las coordenadas que marca el momento, pero la tradición se alza al fondo con fuerza. En su educación y conocimiento el artista no puede con el poder de otros artistas, con la evocación de los pueblos, con la tradición de otras culturas. Solo con su atrevimiento, detrás tiene un mundo y delante no ve nada. ¿Qué puede el dilema que busca la innovación en todos los sentidos? ¿Mirar para adelante? ¿Olvidar lo que le muestran los hechos consumados del pasado? El artista tiene una mano delante como tiene otra atrás. Sabe que puede volar, pero si pretende evitar el abismo más oscuro deberá fijarse en pautas que contemplaron otros artistas en el pasado. Con un ojo hacia el horizonte deberá reconocer el magisterio de otros, conocer las técnicas empleadas, las contradicciones que sustentan toda biografía, la valentía y los errores que se cometieron cuando sólo se pretendía ir delante. Deberá satisfacer su ego con la humildad que reconoce el magisterio de tanto iluminado. Deberá reconocer sus límites, olvidándolo todo en el momento en que se lance como un lobo estepario a la contemplación absoluta. La tradición reluce en la oscuridad del tiempo. El espectador necesita, por nostalgia, por desconocimiento, por redescubrimiento, por comodidad, saber del pasado. La tradición se ve en todo aquello que huele a historia. Pero el artista, aun sabiéndolo, deberá reconocerse perdido si pretende confundir a la modernidad con el arte de su tiempo.