Escribo esto en Almaty, Kazajstán, un país que contra todo pronóstico existe; y existe mucho, si atendemos a su superficie (5 veces la de España), aunque no tanto si acudimos al argumento demográfico (17 millones de habitantes).
Me pregunto cuál de los dos criterios tiene más peso, qué unidad de medida le otorga a un estado un mayor derecho a la existencia o al reconocimiento. Sin duda, la discusión podría ser larga, y sospecho que del agrado de quien, de modo más o menos inverosímil, es el motivo de esto que escribo desde Almaty o Alma-Ata, Kazajstán, un lugar en el que seguramente Roberto Bolaño nunca estuvo, aunque sí tal vez alguno de sus personajes en alguna de sus novelas, aunque en ellas no se diga, aunque la existencia de los actos de esos personajes quede al albur de algo todavía menos consistente que la superficie o el número de habitantes: la aleatoria decisión del escritor de situarlos en uno u otro lugar, su determinación de contarlo todo o de callar algo.
Recibí la noticia de la muerte de Roberto Bolaño el 17 de julio, en el avión de Lufthansa que nos traía a mi familia y a mí a este país de tan dudosa realidad. Abrí La Vanguardia que había recogido en la sala de espera del aeropuerto, y antes de abandonar el suelo de la ciudad donde había vivido tantos años y que dejaba entonces, tal vez para siempre, la noticia de la muerte de Bolaño me asaltó como una agria despedida o como el aviso que siempre es la muerte.
Dos veranos atrás, una novela de Bolaño me había hecho recuperar la fe en la literatura. Leí Los detectives salvajes de un tirón, durante unas breves vacaciones transcurridas en un camping casi suburbial al sur de Barcelona.
De ese verano recuerdo tres cosas: la novela de Bolaño, tan llena de cosas extrañas y ajenas a la literatura; el inadmisible encanto de aquel desangelado camping y dos vagas ilusiones: la de ser escritor y la de conocer el mundo.
Sin duda no fue una casualidad que su muerte coincidiera exactamente con mi viaje. Admiro a Bolaño por su tenacidad en señalar hasta el delirio que algunas vidas y algunos lugares existen realmente o, si no, deberían ser; y entonces alguien debería inventarlos o viajar a ellos para conferirles esa calidad de la existencia que tan confusamente llamamos ficción.
Aplicadamente he leído todo lo que se ha escrito sobre Bolaño desde su muerte, y sólo una reflexión me ha parecido digna de ser recordada. Enrique Vila-Matas afirma en su artículo que en los últimos años ha vivido en un estado de constante exigencia literaria porque tenía la impresión de que su amigo Roberto lo leía todo, y eso le llenaba de un ofuscado temor a decepcionarle en algún momento con un texto mediocre, con algún párrafo cuyo descuido pudiera desdibujar la existencia de lo que debería ser incluso si nadie se consagrara a la tarea de descubrirlo o inventarlo.
Kazajstán existe, doy fe de ello desde Almaty, la ciudad más importante de este insólito país en el que escribo estas palabras peregrinas que son un raro homenaje a Roberto Bolaño.
|