Algunas mañanas sorprende la ácida luz del desconocimiento y la realidad se adivina turbia tras lo que no es sino un velo de luz intensa. Esos momentos son pocos en una vida, dos o tres a lo sumo, pero cuando uno se levanta y mira por la ventana después de una mañana anodina y como irreal, intuye que algo ha cambiado. Hay mañanas detenidas en la suave pereza del día común, otras abrigadas por la dulzura de pasarse el día entero sin salir a la calle, otras reconfortantes por saberse tras el cristal, observando el ajetreo de gente desconocida. Hay mañanas frías y secas, desabridas porque nos derriban todas las ilusiones.
Algunas son tristes, otras punzantes, casi siempre dolorosas. No suele haber una razón objetiva, como tampoco podemos señalar un desencadenante claro. Son un pequeño cúmulo de insignificancias que en un determinado momento se agrupan o revelan las extrañas líneas trazadas que las unen detrás del tapiz. No es sencillo darse cuenta de lo que hacemos conforme vamos viviendo. Es más fácil ir acumulando momentos y experiencias, fracasos y rechazos, ir orientándose por la vida con la intuición y los escasos recursos que los años nos van dando para ir construyendo los mimbres de eso que llamamos vida, y que a veces se descubre tan extraño y tan siniestro.
Son pocas, pero poseen la intensidad de lo absoluto, aunque queramos creer que pasan sin dejar huella. El tiempo queda suspendido en un irreal remanso cálido, los ruidos de la calle desaparecen, y es como regresar a algún lugar querido en que estuvimos o como retroceder a algún momento que vivimos. Nos separamos de quienes somos y en una extraña perspectiva nos observamos en el tiempo transcurrido. Es entonces cuando percibimos el significado conjunto de lo que hemos ido viviendo, en nuestras elecciones, en nuestros rechazos, omisiones, miedos, en la dejadez que nos ha acompañado a ratos, en pasión que pusimos otros.
La vida la imaginamos como un precioso camino recto y luminoso. Me inclino por pensar, sin embargo, que no es un viaje sino un perdernos por la maleza espesa de algún bosque en el que de tiempo en tiempo encontramos algún claro. La luz entonces nos golpea una vista acostumbrada a la grisura, a los tonos suaves y difuminados, al crepúsculo o a la sombra. Es la luz que refleja el estupor de la vida al darse de bruces contra sí misma. Llegado ese momento no sabemos por dónde tirar pues sabemos lo que tendríamos que haber hecho. Nos asomamos a esos rincones oscuros que siempre quisimos silenciar, contemplamos el reverso de nuestras vidas, lo que pudo haber sido y no nos atrevimos. Queda siempre un poso amargo que no es resignación ni pena ni rabia. Henry James, en su última etapa literaria, da vueltas obsesivamente a esto que he venido tratando. Consiguió algunas obras maestras como La bestia en la jungla, El rincón feliz o El banco de la desolación.