En 1963, el ajedrecista David Bronstein aceptó enfrentarse a una calculadora electrónica llamada E.V.M., en el que iba a ser uno de los primeros duelos entre un Gran Maestro internacional y una máquina programada para jugar al ajedrez. Bronstein comenzó el juego concediéndole a la máquina la ventaja de la dama y, al poco, comprobó que la máquina no tenía piedad de su exceso de arrogancia, por lo que se vio obligado a solicitar una revancha con igualdad de fichas en el tablero. En aquella segunda partida, el ajedrecista derrotó a la calculadora en apenas catorce movimientos, empleando una apertura en desuso, el gambito de rey, y evidenciando que el intelecto artificial era aún débil para competir contra el ingenio humano en el rey de los juegos.
Algo más de treinta años después, en 1997, en la ciudad de New York, el campeón del mundo, Gary Kasparov, aceptó enfrentarse a la supercomputadora de IBM Deep Blue en una serie a ocho partidas. Contra todo pronóstico, el enfrentamiento se resolvió a favor de la máquina en el último mach del choque. Algunos analistas de la empresa IBM aseguraron entonces que en aquel duelo el hombre había entonado el canto del cisne y que, en adelante, las máquinas de primer nivel derrotarían siempre a los jugadores humanos.
Augurios al margen, la derrota de Kasparov en un juego que -como también recoge la bella Novela de ajedrez de Stefan Zweig- constituye una combinación de ciencia, arte y lucha que escapa a cualquier tiranía del azar, y otorga los laureles de la victoria exclusivamente al espíritu, sugiere lecturas que trascienden a la crónica deportiva de tan particular combate.
En primer lugar, significaba la quiebra de una tradicional y ensoñadora atracción ajedrecista de carácter mágico, que consistía en atribuir al juego una creatividad ilimitada, al indicar que -por numerosísima que pueda ser la posibilidad combinatoria de movimientos sobre los escaques del tablero- llegará un día en que estos dejarán de ser infinitos para una máquina. La sugerencia, extrapolada a otras materias, no deja de plantear, metafóricamente, la duda sobre si la creatividad humana no tendrá un techo mucho más cercano de lo que a veces pensamos. En segundo lugar, la derrota presiente la aparición de inteligencias artificiales que, en un futuro no muy lejano, sustituirán la potencia de cálculo por procedimientos de pensamiento parecidos a los humanos.
El pasado mes de noviembre, Gary Kasparov volvió a protagonizar un nuevo duelo entre el hombre y la máquina en la ciudad de New York. En esta ocasión, su contrincante ha sido la computadora X3D Fritz. Una máquina más potente que Deep Blue, capaz de analizar cuatro millones de jugadas por segundo. El match estaba pactado a cuatro partidas y, en esta ocasión, ha terminado empatado, con una victoria para cada contendiente y dos juegos terminados en tablas.
La derrota de Kasparov se produjo en la segunda partida, debido a esa costumbre tan humana de cometer un error cuando menos hace falta. La de la computadora X3D Fritz en el tercer encuentro del match, una partida en la que el ingenio humano puso de manifiesto la torpeza de la máquina para evaluar situaciones desesperadas.
Sobre la partida final, sin embargo, a pesar de resolverse en unas anodinas tablas en 29 movimientos que dejan los respectivos honores intactos, planea la sombra del temor que traslucen las palabras de Gary Kasparov cuando -preguntado si no había podido arriesgar más para evitar las tablas- aseguró que, de haber tenido en frente un ser humano, hubiese buscado la victoria. Un temor, quizás, parecido al que sentimos con Dick Deckard en la ficción al vislumbrar en la mirada de Nexus-6, el replicante de Blade Runner,cosas que nunca creeríamos, naves en llamas más allá de Orión, brillos de rayos C en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhausser. Momentos venideros que, igual que nosotros, se perderán en algún tiempo como lágrimas en la lluvia.
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