La pregunta es acuciante aunque agazapada, sorda y sólida a un tiempo, perseguidora, intestinal. Intentamos evitarla, hacernos los suecos, silbar mirando los escaparates al cruzarnos con ella, pero al final no hay detrito que no flote. Es la siguiente: ¿cuál es la tarea del intelectual hoy? ¿Qué hace aquí? ¿Qué tiene que decir en este guirigay, en esta confusión tan tremenda en la que el mundo anda perdido, en esta locura ruidosa de hipocresía, de codicia salvaje, de empresas petroleras en cuyo organigrama existe un departamento de producción de guerras? Y sobre todo, ¿quién podría oír a los intelectuales aunque tuvieran algo que decir? ¿Hay alguien ahí, escuchando? Como en nuestro interior viven dos tipos, uno cándido y benigno y otro fatalista y crápula, pensamos así: el crápula (más lúcido) cree que no, que nadie escucha, y que por lo tanto no hay nada que decir. Toca ir tirando, echar una cana al aire de vez en cuando, procurarse las lentejas lo más buenamente posible y que luego nos quiten lo bailao. Después el otro, más quijote, más diligente, prescinde de la opinión del primero. Tras mucho cavilar, acaba por destilar una frase: la labor del intelectual es, hoy en día, rescatar palabras. Porque el problema es que nos han secuestrado las palabras que los sabios habían cultivado y perfeccionado durante siglos y nos las han sustituido por otras fabricadas en serie. Llaman liberales a los más amorales y avariciosos vampiros, flexibilidad a la explotación laboral, intervención humanitaria a la guerra, conflicto al genocidio, ilegales a los refugiados, daños colaterales a los asesinatos, moderación al quietismo, arte a la publicidad, radical al izquierdista, realista al cobarde. Quien rescate las palabras será un héroe. Nuestro nuevo Ulises. El peligro de lanzarse a ser un héroe es que uno no sabe si va a acabar como Edipo o Jesucristo, ya saben: ciego o crucificado. Uno de los que se atreven a intentarlo es
Peter Sloterdijk. Osa titular un libro así:
El desprecio de las masas (Pre-textos). Este libro sigue la estela de
Masa y Poder, de
Elias Canetti, y en él
Sloterdijk se dedica al rescate de la palabra masa. La diferencia entre la masa en tiempo de Canetti y la actual, dice Sloterdijk, es que antes la masa se reunía en lugares públicos (para montar revoluciones sociales o para oír discursos de Hitler) donde descargaba inconsciente tensión colectiva. Ahora ya no tiene la posibilidad de reunirse, ya no hay plazas públicas repletas de gente, sino masa fraccionada, mediática y posmoderna. La masa que antes descargaba fuerza, ahora busca entretenimiento. Ya no es ideológica sino consumidora. Intenta interrumpir cualquier discurso sobre sí misma, cualquier repuesta del individuo a la pregunta quién soy yo. El fascismo mataba el yo, pero en la sociedad actual el yo es tan grande que lo mata todo. Somos jaulas diseñadas para encerrar a nuestra libertad.
Esa masa narcisista se cree perfecta. Distingue, entre los partidos políticos que quieren captarla, dos tipos de discurso: el del progresismo que quiere desarrollarla, dirigirla para que mejore (es decir, incide en su perfectibilidad, en sus déficits) y el de la derechona o el centro que la adulan para seducirla, diciéndole que no necesita mejorar, que es fantástica como es. Se trata de desarrollar o mimar. Los que miman a la masa deben hacer que lo exento de interés sea interesante. Se deben centrar siempre en lo no llamativo, en lo trivial. Lo especial debe ser eliminado. Y esto porque, según Sloterdijk, la masa desprecia los actos libres. La identidad de la masa es lo semejante, mientras que la del ser humano libre es la diferencia. Por eso en las sociedades europeas las elecciones se ganan cada vez más a base de alimentar el asco a lo otro, a la inmigración o a las identidades nacionales periféricas. Se alude al buen sentido de la masa, a la que por supuesto no se la llama masa, sino electorado. Esto también explica el odio al artista, al hombre o mujer de genio, y la adoración de personajes producidos por la industria, triunfitos o famosos nacidos de la nada. La diferencia entre uno de estos productos y un artista es que el primero está diseñado para gustar a la masa desde antes de que le escuchen o le vean, y el segundo crea en soledad para que luego la gente se esfuerce en entenderle. El artista necesita producir un discurso propio, y el famoso-producto está pensado como ingrediente comercial de un mundo en el que todo discurso propio sobre el yo debe desaparecer. Lo que los intelectuales, y los escritores en particular, deben preguntarse siguiendo a Sloterdijk es hasta qué punto la literatura puede también pensarse desde el esquema de desarrollo-adulación: hasta qué punto el escritor conseguirá escribir sin adular al lector. Quizás sea posible, además de un poco reduccionista, intentar hablar de dos tipos de obra literaria: la que deja al lector con la sensación de ser un ente inteligente, cultivado, lúcido, bien colocado en el mundo, y aquella otra obra que nos inquieta, que hace brotar la sospecha de nuestra falibilidad, de nuestra miseria. Para nosotros sólo sirve la segunda, porque sin reconocimiento de nuestra propia humanidad, de nuestra falta, es imposible superarla o sublimarla. Aquel que no acepta que se equivoca es quien lleva más tiempo equivocándose. Sólo los escritores que nos devuelvan las palabras, la política, el desarraigo, la conciencia de pequeñez, y que nos señalen las estrategias de los que nos dominan podrán ayudarnos a dejar de ser masa. No es tan difícil ni tan lejano. Hay que ir a votar, como siempre. Desempolvar periódicos, sacarle brillo a las palabras de hace no tantos años. Volver a usar el lenguaje para convencer, que es para lo que ha servido durante toda la historia de la humanidad. Quién quiere ser Ulises.