Dulce Chacon
La voz dormida
Alfaguara - 2002
Entre las historias que recuerdo contaba mi abuela, había una que me impresionaba especialmente más porque no la entendía en su totalidad que por el desenlace de la misma. Contaba cuando hacia Noviembre de 1934 y una vez finalizada la Revolución de Octubre, Juan Ambou, viejo militante y revolucionario comunista, conminaba a los vecinos del barrio de La Argañosa a colgar sábanas blancas en las ventanas en un intento por salvar la paz, ya que la guerra parecía imposible el hacerlo.
- "Juanin" -decía mi abuela- "¿qué va a ser de nosotros?".
- "No temas, Pilar, tu saca la sábana blanca a la ventana y todo pasará".
Y vaya si pasó. Pasaron las hordas del Norte de África, y pasó uno de los episodios represivos más inhumanos del siglo XX en nuestro país. Y todo, por haber sido silenciosos simpatizantes de un intento por cambiar las cosas, posiblemente el último que se recuerda, y también probablemente el último que nos concedió la historia. Saco esto a colación a raíz de la lectura de una de las novelas más conmovedoras de los últimos años, La voz dormida, de Dulce Chacón, sin duda alguna llamada a mantener vivos muchos recuerdos como el mencionado y a restituir la memoria histórica de un pueblo elevándola a la categoría de inmortal. La obra hace referencia a ese otro contingente de combatientes anónimos que como mi abuela sufrieron como los que más los sinsabores de una derrota para la que no estaban preparados, pero ellas, las mujeres, menos que nadie. La Guerra Civil vende, y a eso no son ajenos los escritores de ahora. Basta echar un vistazo y comprobar como gran parte de las novelas que se escriben en España están directa o indirectamente relacionadas con dicha conflagración. Y si bien es cierto dicha premisa, no lo es menos que nunca hasta La voz dormida se había escrito la historia de los perdedores desde el punto de vista de las combatientes. Escrita en clave periodística, narra el innecesario sufrimiento de las mujeres republicanas en las cárceles franquistas en los años inmediatamente posteriores al fin de la contienda, que no de la guerra como ellas gustan de decir a menudo. Como no podía ser de otro modo se nos presentan en pequeños capítulos un sinfín de vidas truncadas y visiones excesivamente maniqueas de las situaciones (salvo pinceladas austeras personajes como las carceleras no son sino ogros antes que seres humanos, a pesar de ciertos guiños caritativos). Pero la credibilidad de la novela planea como una losa sobre las dolorosas historias que se nos relatan y hace que tomemos partido inexorablemente por las causas perdidas. No podemos ser ajenos a las historias de Elvira y su hijo Paulino, de la Reme y Tomasa, ni mostrarnos indiferentes por la lectura de la carta que escribiera Julita Conesa justo antes de ser fusilada, ni escépticos ante el mote que cariñosamente le otorgaban al "paseíllo" o fusilamiento: La Pepa. Cierto es que la literatura se debe a la constante aristotélica de la verosimilitud, pero no es menos cierto que toda obra literaria debe ser perdurable en el tiempo, resistir con ahínco los envites de los años. Y La voz dormida lo consigue a pie juntillas aún a riesgo de perder su condición narrativa y convertirse en un reportaje de gran nivel. Dulce Chacón ha sabido conjurar sus fantasmas, que son los nuestros, y dotada de la emoción que se le requería, construir un relato pleno de sentimientos encontrados en un momento de la historia en el que se requiere dar una definitiva vuelta de tuerca para de una vez y para siempre pasar la página como debe de hacerse: sin olvidar el pasado igual que hiciera mi abuela hasta encontrar en su nieto al interlocutor que llevaba cuarenta años esperando.
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