El individuo no sólo vive en sociedad, sino que lo social vive dentro de él. Cada uno de nosotros es el cruce único de una historia, unos paisajes, unos idiomas y culturas, unas condiciones económicas
con los avatares irrepetibles de una biografía. Partiendo de esta realidad, interpretar el derecho y la política como una lucha entre lo individual y lo colectivo es un contrasentido, una maniobra de distracción: mientras el tren avanza en un sentido, el revisor nos conmina a mirar por las ventanillas de la derecha o de la izquierda; cualquiera que sea nuestra elección, el tren proseguirá su avance por la misma vía.
Se podría decir que el derecho es individual en la medida en que cada uno de nosotros es depositario de derechos (el derecho a una vivienda, a una atención médica, a una educación, a unas garantías jurídicas, a expresar las opiniones, a la propia imagen o a la privacidad de las comunicaciones) y que es colectivo en la medida en que estos derechos son compartidos por todos y que también desde las instituciones comunes se garantizan. Si bien el reconocimiento social liberal de los derechos individuales y su defensa desde las instituciones son necesarios, tampoco son suficientes. Puesto que el individuo está inmerso en lo social, puesto que lo social conforma al propio individuo, el reto de la profundización de la democracia es que el individuo pueda asociarse libremente y participar de modo efectivo en la organización de lo social. ¿Existiría mayor libertad que la de decidir en qué colectivo nos incardinamos y qué papel jugamos en él? ¿sería posible una organización más igualitaria que aquella en la que se ha eliminado la arbitrariedad y se participa sin coerción en la toma de decisiones?
Lejos de negar los derechos del social liberalismo, el radicalismo democrático los completa, al colocar en el centro del escenario los valores ciudadanos de la libre asociación y de la participación política.
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