Hay películas cuyos inicios te adhieren a la butaca de la sala de cine con tal fuerza que tardas varias horas en recuperarte. Porque en ese tiempo, te has visto envuelto en una sucesión de imágenes tan creíbles como la vida por la que transitas con dejadez; en ese tiempo la luz proyectada sobre la pantalla se ha convertido en luz real en tu retina, en una historia y unas vidas tan cercanas como fascinantes.
La escena del suicidio que abre Las Horas es un signo inequívoco de que la película va a estar marcada por la relación con la muerte. Y para ello na-da mejor que tres personajes redondos sujetos a las circunstancias: una atormentada Virginia Woolf (Nicole Kidman transfigurada, sobria y oscarizada), capaz de reflejar su infelicidad en un papel en blanco pero no de relacionarse con un mundo que la abruma, que la supera y la desconcierta; una madre de familia (espléndida Julianne Moore) que en la década de los cincuenta no puede dejar de leer La señora Dalloway (novela de la propia Woolf) hasta el punto de marcar todos sus actos (¿no pueden acaso las grandes obras dirigir nuestro comportamiento de tal modo que acabemos pensando por sus líneas o actuando según nos marcan sus personajes?); y una mujer contemporánea (otra soberbia Meryl Streep: su imagen llena la pantalla y tienes la seguridad de que podría sorprenderte con cualquier registro si se lo propusiera) volcada en la vida de su novia, su hija y un amigo poeta enfermo de sida, incapaz de vivir si no es a través de quienes quiere.
Tres existencias unidas por la tela de araña de la literatura pero también por el vacío presente en cada uno de sus actos cotidianos, en cada uno de sus segundos a solas.
Tres actrices en un momento creativo espléndido (no olvidemos a ese secundario de lujo que es Ed Harris: cualquier personaje al que dé rostro se convierte en alguien creíble, fascinante, lleno de recovecos y de matices), a las que hay que unir la dirección de un gran Stephen Daldry, capaz de emocionarnos con la exquisita Billy Elliot y de llevarnos por los pensamientos de tres mujeres cansadas, enfrentadas a una vida insatisfactoria de la que quieren escapar pero de la que no pueden desligarse: sólo la muerte nos separa de la vida, sólo un segundo de decisión que te embarca al suicidio o te mantiene frágil en la rutina, un segundo tan voluble como eliminar una línea de una página escrita o el personaje de una novela. Y todo ello subrayado por la siempre envolvente música de Philip Glass, cuyos acordes al piano nos llevan de una época a otra, de una escritora a una ama de casa y de ésta a una intelectual neoyorquina. Una película para dejarse seducir, para recordar que también nosotros podríamos sumergirnos en las aguas de la incertidumbre.
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