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En torno a los años 30 del siglo XX, en el periodo entre guerras, Bertrand Russell nos hablaba de la arquitectura y la serie de problemas sociales que tenían su origen en ella, y aún sin tener en cuenta la firmitas vitruviana, el famoso filósofo, establecía más o menos los mismos principios que en los diez libros de arquitectura del famoso arquitecto romano. Por un lado, el puramente utilitario de proporcionar calor y refugio, la utilitas, y por otra la de su esplendor de su expresión en piedra, la venustas, aunque en este caso sea a través de una finalidad política mediante la transmisión a la humanidad de estos valores de belleza. La condición de utilidad bastaba, por lo que se refiere a la morada de los pobres, pero los templos de los dioses y los palacios de los reyes fueron además concebidos buscando méritos estéticos para mayor gloria de los poderes celestiales y sus favoritos en la Tierra y nunca teniendo en cuenta las chozas de los campesinos ni las desvencijadas aunque caras viviendas del proletariado urbano. En el periodo feudal, aunque se fueran complicando las estructuras sociales, el propósito de la arquitectura de gran escala atendía únicamente a criterios de utilidad, puramente militares, edificios que si atesoraban alguna belleza era meramente accidental (aunque hoy prestemos tratamiento distinto por otras razones). Fue la iglesia la que a lo largo de la edad media exhibió mayores cualidades para el desarrollo de la arquitectura mostrando a través de las catedrales y monasterios (una de las mejores señas de identidad europeas) la gloria de Dios y de sus obispos. El comercio nos dejó importantísimas muestras de expresión de orgullo arquitectónico mediante lonjas y edificaciones municipales en Inglaterra, Francia y Flandes, llegando a la máxima expresión de este orgullo en Venecia, ciudad que desviaba cruzadas y que atemorizaba a los monarcas unidos a la cristiandad, creó un nuevo tipo de majestuosa belleza en los palacios del dux y de los príncipes mercaderes. A lo largo del Renacimiento este modelo se exporta hacia el norte de Europa y los aristócratas remplazaban sus castillos por mansiones campestres que, con su indefensión contra el asalto, señalaban la nueva seguridad de una nobleza cortesana y civilizada. Esta trayectoria que se rompe con la Revolución francesa provoca que desde entonces los estilos arquitectónicos tradicionales hayan perdido su vitalidad. El siglo XIX produce dos cosas novedosas, las fábricas y las hileras de casas para los trabajadores, el siglo XX macrociudades con rascacielos y museos de acero y hormigón armado, clase media y cohetes espaciales. Resulta sorprendente que el siglo XXI produzca de nuevo catedrales, los ciudadanos de Los Angeles y Moneo sabrán si tan altas catedrales redimirán a obispos corruptos. |
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