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El viaje es uno de los símbolos literarios universales que más han estrechado la desigual relación que pueden mantener autor y lector a la hora de compartir un texto, una obra literaria. El viaje como ritual, purificación, necesidad, aprendizaje, huida...Todo lector, en realidad, abre un libro con la esperanza de recorrer un camino que se extiende ante él y presenta infinitas posibilidades aún no exploradas. Durante un lapso de tiempo más o menos extenso e intenso, el lector abandona el paisaje cercano ya reconocido para aceptar voluntariamente una ampliación con posible anulación- de sus referencias más próximas y, a partir de ahí, una construcción en la que su papel será en todo momento activo y creativo- de nuevos valores proyectados en un transcurso, un recorrido, una experiencia. La actitud del autor es asimismo definitoria de lo que será la vivencia literaria del viaje. Más que de guía, su papel es el de acompañante, ya que la última palabra siempre la tiene el lector: es él quien al final decide el desenlace de la aventura, mira atrás y rinde cuentas de todo lo que ha vivido, cambiado, aprendido, supuesto...en ese sentido, dos viajes nunca son iguales porque dos lecturas nunca son iguales. Jacques Réda, quizá el mejor poeta vivo francés, asume con entusiasmo el riesgo de hacer viajar al lector y convertirlo en su privilegiado acompañante como si ambos fuera expulsados del mundo. Partir es, pues, la aceptación de un enorme cambio de estructuras vitales fijas, la proyección de un más allá que es a la vez esperanza de alteridad y reconocimiento. El punto de partida que ofrecen los libros de poesía de este buscador del instante es la realidad toponímica, directa, reconocible y fácilmente identificable por el lector. En Les Ruines de Paris (1993) las calles de la capital francesa aparecen con nombre propio. La ciudad de Luneville, donde nació Réda en 1929, es a menudo otra fuente de espacios para su poesía, que a medida que madura prefiere el ritmo como pauta esencial formal y rechaza el verso. Con ello, las frases se llenan de fuerza, exploran la cotidianeidad que permite crear un vínculo de complicidad autor-lector y abrir una brecha en el transcurso de un tiempo que se convierte en metáfora de la eternidad. Les fins fonds (2002), la última obra que Réda ha publicado, sigue esa tendencia a mirar el mundo de través y privilegiar lo que se escapa de lo cotidiano. El azul, la luz y la sombra son símbolos de esa fugacidad a los que está enteramente dedicado Amen (1968), una variación infinita sobre esas tres palabras. En otras ocasiones, los viajes de Réda tienen un planteamiento inicial más original, como Le lit de la reine (2001), una guía con consejos útiles sobre la mejor manera de dormir allá donde uno se encuentre, o Accidents de la circulation (1972), libro de poemas cuyo recurso formal constante es el cuarteto que, junto a la presencia de paisajes fracturados por el jazz de innegable influencia en la obra del autor, colaborador de Jazz Magazine desde 1963-, dan a la obra una sensación de movimiento perpetuo. La voluntad de Réda que obtuvo en 1993 el Gran Prix de la Académie Française por el conjunto de su obra-, latente en cada uno de sus viajes aunque algunos, como el trayecto París-Versailles, escapen al concepto tradicional de la palabra, es satisfacer una promesa, una búsqueda, el sueño de una arquitectura secreta, de un centro metafísico que daría un sentido al embrollo de perspectivas que huyen continuamente hasta perderse de vista. |
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