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Un estudio de la Universidad de Arkansas determina un incremento de la mortalidad del 20% en adultos sin titulación superior. O sea, que para vivir más hay que hacer una carrera, como nos insistían nuestros padres cuando les decíamos que no queríamos ir a la universidad, que lo nuestro era tocar la guitarra en un grupo de rock o dedicarnos al inútil oficio de la literatura. Ellos, como siempre, tenían razón. Sin embargo, me parece que las estadísticas de los americanos no se corresponden con las nuestras. Aquí, en España, los que más y mejor viven son los fontaneros. De poco sirve tener estudios superiores si se te estropean las cañerías de la casa y debes llamar al fontanero. Primero lo que tarda en atenderte ya te roba años de vida; y al final, cuando te presenta la factura, no hay titulado superior al que no le dé al menos un amago de infarto al comprobar lo que gana el tipo ese sin haber pasado por la universidad. De todas maneras, estos estudios sobre la duración de la vida sólo recogen uno de los factores, el de la longevidad, y se olvidan de la intensidad. Hay gente que puede existir sobre el planeta ciento cincuenta años sin haber vivido nunca, y otros la palman con veinte años y lo han vivido todo. La vida humana sigue siendo un pequeño misterio. Por un lado, preferimos no pensar que se acaba. Y por otro, no hacemos nada para sacarle todo el partido posible. Nos conformamos con la rutina diaria, con la comodidad de hacer todos los días lo mismo, y dejamos para la imaginación el trabajo de soñar con esas cosas que nunca haremos. Por eso existe la literatura, porque somos seres conformistas que preferimos leer aventuras que vivirlas. Apelamos a la responsabilidad, a los compromisos, a las obligaciones, para continuar pegados al asiento, pegados a la normalidad de una existencia común, predecible, habitual, que nos convierte en perfectos ciudadanos catalogados y medidos por las estadísticas. Es lo más cómodo. Además, salirse de la norma está penado con la incomprensión e incluso el manicomio. Ni siquiera la poesía se libra de la espada de Damocles convertida en digerible normalidad. A los malos poetas les dan cargos oficiales, a los buenos los encierran en el olvido o directamente en un pabellón siquiátrico. Lo mejor es ser fontanero, ya digo, y preparar en la soledad del taller esas facturas fabulosas, mitológicas, capaces de hacer temblar al más fuerte y de llenar de lágrimas los ojos del más impasible. Conseguir que gente que nunca ha sucumbido al amor ni a la ira, a la tristeza ni al gozo, sienta en el pecho, al ver aquellas cifras, el latir de un torbellino. Y es que, tal vez, la mejor literatura actual de los sentimientos la estén escribiendo los fontaneros.
Lo de estudiar una carrera porque dicen los americanos que se vive más, no sé yo si recomendárselo a nadie. Luego viene Bin Laden y se carga de un plumazo las Torres Gemelas con un montón de licenciados dentro, con sus masters, sus doctorados y sus cum laudes. Lo que hay que hacer para vivir largo y tendido es trabajar poco y cobrar mucho. Y engañar a Hacienda, por supuesto.
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