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Hace un par de años, caminaba un servidor por el paseo que, en San Sebastián, conduce hasta el famoso conjunto escultórico llamado El Peine del Viento. La mañana era soleada y, como el paisaje invitaba, me dio por mirar, siempre sin prisas, en todas direcciones. Hallábame yo en éstas, con la vista perdida en las casas que jalonan la ladera que bordea el paseo, cuando un señor, octogenario, elegante y ágil, me observó con una mirada cómplice y dijo: "Ésa es". Después, me sonrió y continuó su camino.
Yo comprendí rápidamente a qué se refería. Tan rápidamente como él había interpretado el objeto de mi búsqueda: me hallaba tratando de dilucidar si la que yo contemplaba era la casa de Eduardo Chillida (1924-2002). El anciano había intuido mi interés: quien se halle en el paseo que conduce a El Peine del Viento y mire hacia arriba, está tratando de hallar lo que a ese entorno pertenece, lo que, en perfecta simbiosis, no sólo arquitectónica, sino conceptual, íntima y vigorosa, se apodera del paisaje. Porque Eduardo Chillida es simplemente eso: una magnífica presencia donde lo sutil se alía con lo natural, lo poético, lo sólido, lo soñado, con lo presente.
Cuando la simbiosis es perfecta, sobran las palabras adicionales. El buen anciano lo sabía y, por eso, las omitió. En esta simple lección impartida, al margen de toda formalidad, por un hombre del que no se supone mayor capacitación o militancia que la de pasar por allí en ese momento determinado, reside la explicación a una obra, a un proyecto, a una intención.
Continué mi vagabundeo y alcancé El Peine del Viento. Para muchos, la mejor escultura de todo el siglo XX. Para otros, entre los que me atrevo a incluirme, la esencialidad de lo poderoso: nada explica tanto con tal escasez de medios y, al tiempo, con tan rotunda presencia. El paisaje no ha sido jamás modificado por Chillida. Al contrario, Chillida lo concluye, escribe la rúbrica final, tersa la emotividad de la naturaleza y, con ello, nos devuelve el placer de mirar.
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