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Con cierta frecuencia nos sentimos responsables, o se nos dice que somos responsables, de cosas a las que hoy en día podemos asomarnos en este que se dice mundo globalizado. Imágenes que aparecen con cierta frecuencia en la televisión, o informaciones que nos llegan por otros caminos, provocan en nosotros el sentimiento de que lo que estamos viendo o conociendo cae bajo nuestra responsabilidad: sentimos que o bien no estamos paliando un sufrimiento existente o bien hemos causado o estamos causando uno. Quizás la responsabilidad que sentimos no es directa, esto es, no nos vemos, cada uno de nosotros, como responsable inmediato y personal de esos sufrimientos, pero sí entendemos que sobre ellos tenemos al menos una responsabilidad difusa. Puede que sea cierto que entre nuestras acciones u omisiones y esos sufrimientos haya en algunos casos una conexión causal. El vivir como vivimos, o el haber votado a alguien en un cierto momento, es seguramente un factor causal de que otros malvivan como lo hacen, sean bombardeados, etc. En ese sentido causal tal vez seamos responsables, ¿pero lo somos moralmente? ¿Es razonable que sintamos que no estamos haciendo algo que deberíamos hacer, o que hemos hecho algo que no deberíamos haber hecho? Una de las leyes de la ética, de las que dibujan su contorno, es que deber implica poder. La pregunta, entonces, es: ¿podemos realmente hacer algo respecto a esos grandes sufrimientos que contemplamos? Mi respuesta, pesimista, es que tal vez podemos hacer más de lo que hacemos, pero desde luego no en el extremo en que nos demanda nuestro sentimiento de responsabilidad. Simplemente, no creo que podamos hacer tanto, en proporción, como lo que moralmente nos echamos, o nos echan, a la espalda. Me atrevería incluso a decir que, así como nuestro sentimiento de responsabilidad ante lo que sucede en el mundo se incrementa, producto seguramente del incremento en la accesibilidad de la información, nuestra capacidad de incidencia en el devenir del mundo es cada vez menor. Esto tiene, o tendría, como consecuencia que nuestra responsabilidad moral, real, sobre muchas de las desgracias ajenas es, contrariamente a lo que sentimos, cada vez más pequeña. Es una conclusión extraña, sin duda, y descorazonadora, pero quizás cierta. |
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