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(Reseña de El árbol, de Slawomir Mrozek. Ed.Quaderns Crema, Barcelona, 1998.) Sabido es que la literatura occidental de principios del siglo XX, sacudida por la hecatombe de la Gran Guerra y seducida por el experimentalismo de la Psicología, dio carta de naturaleza a lo psíquicamente incorrecto, convirtiendo la profecía clásica del orate o la predicción del visionario -con el secreto de su verdad cifrada y su lógica profunda- en categorías estéticas tales como el sin-sentido o el absurdo. Y no hay cultura europea yerma en este campo y que no haya dado las extrañas flores de la anti-racionalidad o no haya cosechado los ingratos frutos del árbol del Existencialismo, desde Ionesco y Beckett, Kafka o Pirandello, a Pinter y Arrabal. Las literaturas eslavas no son una excepción, y mucho menos aún la compuesta en lengua polaca, que parece encontrar en su tradicional propensión a lo fantástico el embrión de mundos posibles en que cohabita la búsqueda del sentido metafísico con una lógica disparatada que da fe de los desarreglos del hombre y su universo. Si a ello se añade el sentimiento de culpabilidad -el castigo que busca la culpa-, inoculado por vía de tradición judeocristiana, y las mil maneras de conjurarla, nos podemos acomodar ya al pie de El árbol único e irrepetible de Slawomir Mrozek. En efecto, los cuentos reunidos en este último volumen de Mrozek son parábolas sobre el hombre -y, a riesgo de ser tomadas por misóginas, protagonizadas casi en exclusiva por varones-, fabulaciones a medio camino entre la trascendencia y las contingencias de la vida cotidiana que adoptan, en ocasiones, la forma de diálogo filosófico o cháchara de taberna -la botella de vodka permanente y psicosomática-, como ocurre en los protagonizados por Nowosadecki, un personaje recurrente que hilvana, con su presencia episódica, cierta constante dialéctica lo largo de la obra. La movilidad narrativa de Mrozek fuerza al lector a adoptar idéntico juego de perspectivas como forma de aproximación a la vida difícil -su anterior colección de relatos-, trasladándolo de un punto de vista testigo, sujeto paciente y periférico, asomado a misterios inefables sugeridos por elipsis, a otro autobiográfico y agente, protagonista de infamias que no envidian en nada a esas vividas como observador, pasando por la omnisciencia del demiurgo que construye su fábula sobre una lógica paradójica o difusa, sofística, que juega con las presuposiciones o las implicaturas y contempla a sus criaturas con irónica condescendencia y un sí es no es de sarcasmo , lo mismo en la introspección individual que al abordar la moral política o social - una lectura pesimista y escéptica sobre el destino del hombre en su lucha con su colectividad, como ha afirmado M. Monmany en Don Quijote en los Cárpatos-. Y ello con un estilo desnudo, terso, translúcido, tanto cuando recoge los lúcidos frutos de la inteligencia como cuando fantasea con el descoyuntamiento grotesco -así Nosotros dos, junto a una obra maestra del efectismo como es La fotografía o el inquietante juego del dato escondido o el final imprevisto de El único método-. Árbol de la ciencia del bien y del mal, El árbol de la sabiduría del buen narrar nos permite entrever el bosque terrenal y saborear los frutos del bien, del mal y de lo peor. |
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